"¿Y por qué no antes León y Castilla?" (I)

Por José María Fernández Chimeno

José María Fernández Chimeno
06/10/2021
 Actualizado a 06/10/2021
Inauguración de la estatua del rey Alfonso IX el 13 de abril de 2019. | L.N.C.
Inauguración de la estatua del rey Alfonso IX el 13 de abril de 2019. | L.N.C.
"Un libro (y un artículo) debe hacer honor a su título pero también tiene derecho a defenderse de él, cuando la rotundidad de los términos deriva a la simplificación o lo convencional". (José Carlos Mainer / Prólogo Geneneral a la ‘Historia de la Literatura Española’).

Se podría decir que la sombra de la estirpe de Leonor de Aquitania fue alargada. Corría el año 1200 (d. C.) cuando la legendaria reina madre acudió a la corte de Castilla para recoger a su nieta de doce años Blanca. Era una anciana que frisaba los ochenta años, y que fue recibida en Burgos como una estrella de cine, concitando expectación y admiración por igual. Todos los amantes de la Edad Media conocen el argumento de la película ‘El león en invierno’, cuando Enrique II, rey de Inglaterra (Peter O’Toole), celebra la fiesta de Navidad de 1183 en el castillo de Chinon y ordena que su esposa, Leonor de Aquitania (Katharine Hepburn), salga del encierro donde la tiene desde hace diez años.

Ciertamente, la considerada "abuela de Europa" lastraba consigo una historia de amor que en nada tendría que envidiar hoy en día a las mujeres de la realeza británica del siglo XX. Casada con Luis VIII de Francia, la relación de consanguinidad en grado prohibido, el más invocado por los eclesiásticos a la hora de disolver matrimonios, la llevó al divorcio, en 1152. Fue la necesidad la que hizo que el padre de Leonor, el duque Guillermo X de Aquitania –cuando cayó enfermo de muerte en el transcurso de su peregrinación a Santiago de Compostela–, nombrara al rey de Francia Luis VI (en 1137) tutor de su hija. Una cosa llevó a la otra y viendo la oportunidad de aspirar a controlar tan basto dominio, concertó el enlace con su joven heredero. Pocos meses después, a la muerte de su padre, Luis VII sería coronado el día de Navidad de 1137, a la edad de dieciséis años, mientras Leonor tenía trece.

Si los lazos de consanguinidad eran uno de los ocho supuestos que autorizaba la anulación del vínculo matrimonial, otros, como la edad al uso para llegar a estar en condiciones de consumarlo, el estar ya casado o comprometido a entrar en religión, el adulterio o la falta de consentimiento de uno de los cónyuges, también disolvían la unión conyugal; según se recogía en la ‘Concordia Discordantium Canomun’, más conocido como ‘Decretum de Graciano’ (canonista de la Universidad de Bolonia).

"Aunque los comentarios sobre su parentesco en grado prohibido les acompañaron desde el comienzo de su matrimonio, no fue hasta 1148 cuando el asunto se planteó abiertamente. Juan de Salisbury clérigo inglés […] Cuenta que el escándalo estalló en Antioquía mientras Luis VII participaba en la Segunda Cruzada acompañado por su esposa. Ante la negativa de Leonor a partir con él a Jerusalén […] Un embrollo de amor, celos, odios y venganzas digno de una novela caballeresca". (‘La estirpe de Leonor de Aquitania’ / Ana Rodríguez). El matrimonio acabó por disolverse por parentesco en tercer grado y hasta "san Bernardo, abad de Clairvaux y azote de pecadores, se quejaba ante el obispo de Palestrina de que Luis VII diera a otros lecciones sobre matrimonios impropios".

Un salto en el tiempo nos lleva a otro divorcio sonado, que tuvo sus orígenes en 1199, cuando la nieta de Leonor de Aquitania (e hija de Leonor Plantagenet), doña Berenguela, contrajo nupcias a los diecinueve años con su tío el rey Alfonso IX de León. "Aunque el matrimonio era escandalosamente incestuoso a ojos de la Iglesia y fue pronto disuelto por el papa Inocencio III". (Ibídem) Varios hijos nacieron de aquella unión y fueron legitimados para reinar; el mayor de ellos, el futuro Fernando III.

Si temerario era el canciller mayor (arzobispo de Santiago) no menos intrépido lo fue el monarca leonés, quien iba a sufrir en propias carnes las iras del Vaticano; mucho más cautos fueron los reyes de Castilla. La historia se remonta en el tiempo al año 1158, cuando el emperador Alfonso VII dispuso en su testamento que el mayor reino de España –y quizá de la toda Cristiandad–, se dividiera entre sus hijos, los varones y legítimos Sancho III (Castilla) y Fernando II (León). Desde aquel preciso momento, los intereses matrimoniales de Castilla y León fueron curiosamente divergentes. Los reyes de León buscaron sus esposas en el reino de Portugal (algo, por otro lado, del todo natural), lo que les llevó, de facto, a no cumplir con el ‘Decretum’. Este enfrentamiento con el Papado acabó por ser la causa de «todos los males» para el Viejo Reino, llegando a su máxima tensión cuando Alfonso IX (VIII de León) tuvo que repudiar a sus dos esposas debido a los fuertes lazos de consanguinidad; primero con su prima Teresa de Portugal (Santa Teresa de León, desde 2019) y luego con su sobrina Berenguela.

Volviendo a retomar el argumento de "la intrahistoria de Fernando III y su madre Berenguela", tenemos una fecha señalada en el calendario, que dio inició a la cuenta atrás del Reino de León como reino independiente o, en su caso, como primero en la línea de sucesión de los reyes de Castilla y de León. Esta fatídica fecha se cumpliría 17 años después de que la madre de Ricardo Corazón de León y de Juan sin Tierra cruzase los Pirineos y se dirigiese a la corte de Castilla para recoger a su nieta Blanca, la madre del futuro Luis IX de Francia. La bisabuela del infante leonés fue la formidable mujer que inspiró a su otra nieta, Berenguela, todas las cualidades innatas para gobernar ("astucia, intriga y duplicidad"), y al inculcarle el valor suficiente para aspirar a heredar el reino de su padre en extrañas circunstancias, tomó las riendas del destino. La muerte de su hermano Enrique I de Castilla (en 1217), el décimo hijo de Alfonso VIII y de Leonor de Plantagenet, a los 13 años de edad –como consecuencia de una herida recibida en el Palacio Episcopal de Palencia, mientras jugaba con otros niños–, hizo que Berenguela apelara al ‘Acuerdo de Seligenstadt’ (1216), entre su padre y el emperador Federico, para demostrar ante los linajes nobiliarios castellanos –poderosos Lara, Haro, Castro y Girón, que no veían bien que reinara una mujer–, que era la elegida para ocupar el trono, en ausencia de heredero varón.

Mientras el rey Alfonso se ocupaba de la Reconquista, creyendo zanjado a su favor el asunto de la sucesión al trono leonés, con su único hijo varón legitimado para ello, la reina Berenguela I de Castilla reclamó la presencia en Valladolid de su "querido hijo" Fernando (contaba con 17 años). Corría el año de Gracia de 1217 cuando ante todos los magnates de su reino reconoció de buen grado que "siendo ella mujer no podía tolerar el peso del gobierno […] y todos por unanimidad suplicaron que cediera el trono […] a su hijo mayor don Fernando". (Crónica latina de los reyes de Castilla) Cabe preguntarse: ¿Por qué insistió tanto en ser coronada? Admitiendo después que, debido a su condición femenina, era incapaz de soportar el duro peso del poder. La respuesta ocupará el siguiente artículo.
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