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Y esta noche, el debate

04/11/2019
 Actualizado a 04/11/2019
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La campaña electoral, oficialmente, se ha abierto camino (en realidad, siempre ha estado ahí), y lo ha hecho en medio de este tránsito fúnebre de octubre a noviembre, un mes de brumas y de oscuridades. Nunca fui muy de noviembre, lo confieso, a pesar de que en aquellos días pardos de la infancia nos iluminaban las cosechas, las u1vas y las manzanas de oro, la magia infinita de los magostos, el calor de las cocinas de leña y carbón que rompía el inexorable descenso hacia la boca fría del invierno. El noviembre de santos y difuntos tenía la ventaja de los dulces de temporada, las manzanas asadas que todavía persisten en la memoria, como un recuerdo de una felicidad pequeña e íntima. Noviembre nos hacía tristes, ausentes, la Navidad no se anunciaba con la fuerza de ahora, que, en apenas unos días habrá invadido ya las calles. Los comercios empezarán a arrojar luz sobre las aceras, las ciudades harán honor a un nuevo siglo de las luces (sobre todo, algunas). La Navidad crece sobre la espalda fría de noviembre, se encarama sobre la niebla de estos días y adelanta en varias semanas aquella sensación inolvidable que a veces, pocas, venía acompañada de las primeras nieves.

Este es el escenario de unas nuevas elecciones generales que muchos juzgan, si no inútiles, al menos innecesarias. He leído críticas duras contra la nueva cita con las urnas, pero no hay que olvidar que así son, afortunadamente, los usos y mandatos de la democracia. No es cosa de quejarse, creo yo, de poder ejercer la libertad, pero se entiende el hastío y el cansancio, y, sobre todo, se comprende esa sensación de bucle infinito en el que parece que estamos instalados. Ya hemos escrito aquí, en ocasiones anteriores, que la política se ha convertido en una especie de artefacto que gira sobre sí mismo, un curioso engranaje que celebra su propio lenguaje, que se acantona dentro de sus límites, y que, fundamentalmente, produce más y más controversia, más tensión y más enconamiento, sin que nadie sepa muy bien la utilidad de todo eso. La política, y este es un mal que parece haberse globalizado, se complace en desplegar sus métodos, en ser el objeto y el fin de sus propias discusiones, en lugar de aplicarse a la felicidad de los ciudadanos.

La estrategia se ha impuesto sobre todas las cosas. En medio de la fragmentación de partidos, que puede ser un síntoma de una nueva diversidad, los líderes necesitan tensar la cuerda, oponerse a todos, mostrarse como los más puros ante las flaquezas y fragilidades de los demás. Aunque haya bloques reconocibles, es un todos contra todos. Nadie cede en nada, casi todos encuentran lugares adecuados para la disputa, para dar rienda suelta al enfrentamiento, al regusto amargo, y eso es algo que se ha transmitido a la sociedad. Vivimos en medio del vértigo del desacuerdo, en el afán acusatorio, en la necesidad de encontrar a cado paso el peso de la culpa. La política reproduce esa sensación generalizada de insatisfacción. El debate político parece agotarse en sí mismo. De tal forma que el estrecho margen entre los partidos, la lucha feroz por el escaño que pende en algunas provincias y el delicado equilibrio al que obliga la presencia de múltiples opciones, convierten el debate electoral en algo que cada vez parece más ajeno a los intereses de los ciudadanos y más próximo a los movimientos de los estrategas.

Claro que uno es escéptico en lo que se refiere a la campaña electoral. Más breve esta vez (quizás para evitar la angustia y la ansiedad de tantos), las proclamas resultan cada día más artificiales y repetitivas. La ingeniería mediática y el apego a argumentarios demasiado previsibles están haciendo mucho daño a la necesaria frescura del mensaje político. Hoy tendremos al fin un debate entre los líderes, organizado por la Academia de la Televisión, pero son muchos los que opinan que son los liderazgos los que otorgan a la política actual este aire de provisionalidad y falta de empaque. Se demanda un lenguaje más inteligente, una nueva mirada que no siga ciegamente las ideas precocinadas y monitorizadas. Esas verdades absolutas que, sin saber por qué, al parecer son en las que tenemos que creer sí o sí.

El ciudadano se siente a menudo envuelto en el lenguaje de la estrategia, producido por asesores y expertos en propaganda, que es el objetivo final una campaña electoral. A poco que se analice, todo es recurrente, todo está cargado de tópicos y de supuestas certezas. Pueril y superficial en muchas ocasiones. Y, sobre todo, basado una vez en más en la necesidad de transmitir al electorado que la realidad es A o B, blanca o negra, como si los matices molestaran, como si hubiera que imponer una visión simplista del mundo, tal y como sucede con esos impresos que te exigen decidir entre el sí y el no, o esas redes que te piden que digas si algo te gusta o no te gusta. No parece el mejor camino para analizar la realidad. En los debates de portavoces o representantes de partidos, celebrados los pasados días (uno en Televisión Española, otro en La Sexta Noche) tuvimos ocasión de comprobar algunos de estos males. Hubo políticos que incluso repitieron, exactamente, línea por línea, párrafos enteros en ambos debates. Obviamente, líneas memorizadas. Letanías previsibles. Igual que se repiten los anuncios y los jingles de las marcas comerciales. Igual que se promociona un producto. El lenguaje pretende, claro está, crear un estado latente de opinión. Y favorable a quien lo crea. Globalmente, muchos líderes se apoyan en estratagemas que consisten en repetir mil veces (para eso están las redes sociales, por ejemplo) las supuestas verdades aceptadas que quieren imponer en la agenda política.

A pesar de esta situación, un debate siempre es un debate. Y aunque en ellos se dice poco nuevo, y lo que se dice es previsible y está muy controlado y prediseñado (es decir, no resulta natural y no produce credibilidad), algo siempre se puede sacar en claro. Lo malo es si lo que se saca es desánimo y decepción, como estoy bastante seguro de que sucede en no pocas ocasiones. Se habla del poco nivel en los liderazgos actuales, y quizás también los ciudadanos nos hemos desligado poco a poco de nuestro papel transformador en la sociedad. La democracia, es cierto, es cosa de todos, no sólo de los políticos. Pero lo descorazonador es que la política sea un gran espectáculo televisivo, que alimenta no pocas tertulias, donde lo importante no parece ser el debate creativo, la altura de miras, la profundidad de los argumentos, sino la estrategia que mide y pesa cada palabra y cada gesto para no perder votos.
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