Y dos huevos duros

Toda la historia de España está en unos huevos fritos con patatas y chorizo. Decía estos días Cuartango que «la memoria de una forma de vivir» se remueve en unas sopas de ajo. Por eso mismo no hay mayor incoherencia que una hamburguesa vegana presuma de saber a carne. En esta sociedad efímera y hedonista la gastronomía es toda la filosofía, la sociología y hasta la más subversiva rebeldía.

La Cumbre Mundial del Clima que nos cayó de Chile es un escaparate de gestos, que ya veremos si acaban en compromisos, que ya se andará si se cumplen. Siempre nos quedará París para comprobar como el boato de los jefes de Estado y de Gobierno también caduca. A la espera de Greta Thunberg (que es Pipi Langstrump de la generación Z), los reputados cocineros de El Celler de Can Roca han sido los responsables de convencer a los mandatarios que es ahora o probablemente nunca. La emergencia climática deconstruida, esferificada con alginato y decorada con flores. El menú-discurso incluyó un plato sobre la sequía, otro con especies invasoras, uno para alarmar del excesivo consumo de carne y hasta un postre que reivindica el comercio justo y sostenible. Todas las pancartas, los informes científicos y hasta las ideologías maridando para ablandar los intereses de la economía global, que es quien gobierna la política internacional.

Los chefs mesías con estrellas, estadistas de cuchara que hacen experiencial lo cotidiano, son la vanguardia cultural de nuestros días. Ni pintores, ni poetas ni siquiera cantantes. Nadie transmite ahora la esencia generacional como un plato de comida callejera o un buen cocido en olla de barro. Nada es más provocador que un ciervo en salsa de arroz con leche ni más sofisticado que un caviar de trufa coronando una ensalada. Las bibliotecas bullen en las cazuelas de los templos gastronómicos regentados por sabios. Si el futuro se conquista por el estómago hicieron bien en que la cumbre finalmente se haya celebrado en España.