Y de repente... todo se esfumó

18/03/2020
 Actualizado a 18/03/2020
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La ciudad era lo que es una ciudad, una pasarela de realidades. El burro de un peregrino, los desayunos para quien lo monta, los menús del día para obreros con pan, vino y café.

Y, de repente, la ciudad se borró, se apagaron los carteles, se bajaron las trapas, se fueron las cocineras, desaparecieron los burros y quienes con ellos caminaban, y pasó a ser noticia el miedo y el papel higiénico; la soledad y el vacío; la televisión y el compás de espera; los médicos y las batas color de esperanza, más que nunca.

Me gusta una parte de esta crisis, que se me entienda, ni estoy loco ni me gusta ver enfermos, ni muertos... Pero hay cosas que emocionan.

Hay una forma de verla que resulta emocionante. Los números, más fríos ahora que nunca, dicen que poco o casi nada deben temer los chavales, los colegiales, si acaso unas décimas de fiebre, unas jornadas de desazón y cuando menos lo esperen tendrán que volver al instituto o a la escuela. Pero no cuidarse, no encerrarse, pone en serio peligro la vida de esos abuelos y abuelas que están en casa, en el portal, en el pueblo.

El rayo de luz y emoción lo pone que están siendo conscientes de que les pueden devolver a esos abuelos tal vez un 1% de lo que han recibido.

Y lo bello de la historia es que lo han entendido, que se han recluido, que saben que esos abuelos son lo más grande que han visto sus ojos jamás y ahora se lo pueden decir sin decir ni una sola palabra.
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