08/07/2021
 Actualizado a 08/07/2021
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Resultaba difícil creer que Albert Rivera había dejado la política. Su biografía es un camino meditado para forjar al líder perfecto. Así le conocimos allá por 2006 como candidato a la presidencia de Cataluña. Encarnó una resistencia huérfana ante el independentismo que acorrala al constitucionalismo, resistió las amenazas e impulsó una nueva opción política que rompía el bipartidismo y se situaba en un centro conciliador tan liberal como progresista. El yerno perfecto, el orador galardonado en las ligas de debate y el estratega a hombros de los intelectuales que fundaron Ciudadanos generó un halo imantado de éxito capaz de gustar a la clase media, a los desencantados de PP y PSOE y a los poderes económicos.

Recuerdo su primera visita a Valladolid. Su paseo por la calle Santiago despertó una mezcla de interés, admiración y expectativa que no había visto jamás en los veinte años que llevo dedicado al periodismo. Esa atracción pegajosa de quien parece llamado a la gloria. Lo que pasó después seguro que lo recuerdan. Podría resumirse en que la política debe generar sus sesudas estrategias anclada en la realidad porque al final los ciudadanos votany no sirve solo la alquimia. Rivera cometió demasiados errores para su formación exquisita y su paso por el Club Bilderberg, pero el más relevante fue jugar la partida alejado de la calle y abandonar aquel centro inhóspito que le daba sentido. El mismo error en el que abunda Iván Redondo y que a Sánchez le terminará costando el PSOE y La Moncloa, nadie sabe por qué orden.

Sin embargo, Rivera no concibe que su trayectoria termine en fracaso. El Macron español, el Suárez de la segunda Transición no es capaz de acomodarse en la abogacía. El ego de Albert negocia con Pablo Casado un papel en el PP y los populares sonríen. Si anuncian su fichaje en su próxima convención será el responso de Ciudadanos. Un amigo mío dice: «Tú eres de derechas, pero aun no lo sabes». Eso le pasó a Rivera.
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