15/12/2019
 Actualizado a 15/12/2019
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Hablar a voz en grito, no solo en las manifestaciones o en las grandes polémicas sobre política o religión, sino cuando se discute por cuestiones nimias, es típico del carácter español. Lo percibí por primera vez al ausentarme de España durante tres meses. Cuando, circulando por las calles y en establecimientos comerciales o restaurantes de Lisboa, oía una voz más alta que otra, generalmente eran españoles los que hablaban. El efecto fue aún más evidente cuando regresé a España. Nada más pasar la frontera por Ciudad Rodrigo, subieron al tren una multitud de jornaleros que iban a Francia a vendimiar. Hasta ese momento, desde la partida de la estación lisboeta de Santa Apolonia, en el vagón apenas se había oído el zumbido de una mosca, pero, ¡ay a partir de entonces!, se armó tal escandalera que pareciera como si todo el tren fuese presa de un ataque de nervios. Esto de hablar a grito pelado del español ¿será como reacción a tantas veces sometido al silencio?; ¿a tantas veces tener que humillarse ante el ¡a mí no me levante usted la voz!? O por el ver, oír y callar. O en el: «¡silencio, silencio he dicho!» lorquiano. ¿O simplemente se deba a un desahogo en el timbre de voz fuera de la madre patria por tanta inquisición y censura?

No obstante, el tabarés León Felipe describe el hábito hispano de la voz en grito como algo congénito desde tiempos ancestrales: «Este tono levantado del español es un defecto, viejo ya, de raza. Viejo e incurable. Es una enfermedad crónica. Tenemos los españoles la garganta destemplada y en carne viva. Hablamos a grito herido y estamos desentonados para siempre porque tres veces, repitiendo tres veces, tuvimos que desgañitarnos en la historia hasta desgarrarnos la laringe. La primera es cuando descubrimos el Nuevo Continente y fue necesario que gritásemos sin ninguna medida: ¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra! Había que gritar esta palabra para que sonase más que el mar y llegase hasta los oídos de los hombres que se habían quedado en la otra orilla. Acabábamos de descubrir un mundo nuevo de otras dimensiones al que cinco siglos más tarde, en el gran naufragio de Europa, tenía que agarrarse la esperanza del hombre. ¡Había motivos para hablar alto! ¡Había motivos para gritar!

La segunda es cuando salió por el mundo, grotescamente vestido, con una lanza rota y una visera de papel, aquel estrafalario fantasma de La Mancha, lanzando al viento desaforadamente esta palabra de luz olvidada por los hombres: ¡Justicia! ¡Justicia! ¡Justicia!... ¡También había motivos para gritar! También había motivos para gritar alto!

El otro grito es más reciente. Yo estuve en el coro. Aún tengo la voz parda de la ronquera. Fue el que dimos sobre la colina de Madrid, el año 1936, para prevenir a la majada, para soliviantar a los cabreros, para despertar al mundo: ¡Eh! ¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo!

El que dijo Tierra y el que dijo Justicia es el mismo español que gritaba (...) desde la colina de Madrid, a los pastores ¡Eh! ¡Que viene el lobo! Nadie oyó. Los viejos rabadanes del mundo que escriben la historia a su capricho, cerraron todos sus postigos, se hicieron los sordos, se taparon los oídos con cemento y todavía ahora no hacen más que preguntar como los pedantes: ¿pero por qué habla tan alto el español?»

Seguro que, caso de vivir aún, Felipe Trigo nos advertiría en estos tiempos de confusa algarabía política: «¡Cuidado con esa voz en latín que viene impetuosa desde la derecha más extrema como un eco del pasado inmediato! ¿Oiremos esta vez?»
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