25/02/2019
 Actualizado a 14/09/2019
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Nos ha venido a ver el buen tiempo en plena campaña electoral (o precampaña, que esto no está muy claro), con lo que eso tiene de alegría y felicidad, pues los árboles reventones y los picnics de huerta o de río nos liberan mejor que la tiranía del asfalto y el lento discurrir de las moquetas. Buen tiempo, sí, incluso excesivo, dirán los eternos escépticos, los que siempre se acomodan mal. Y de ahí al 28 de abril, campaña en plena Semana Santa, y, por tanto, paso a paso. Que los capullos de los árboles, con perdón, estén ya creciendo y prestos a iluminar de luz los bulevares es algo que ayuda a henchir los corazones, pero más por la bondad del tiempo que contribuye a secar las humedades de los huesos que por la posibilidad de asistir a un 28 de abril soleado como de playa, que nunca se sabe si es mejor que el cielo esté nublado para retener al votante. Nótese que tenemos dos elecciones en apenas un mes, y eso puede ser bueno, o malo, o vaya usted a saber.

El consenso generalizado es que no habrá gobierno propiamente dicho hasta después de las municipales, europeas, etcétera, porque sólo ahí se cerrará el ciclo primaveral y florecerán los frutos de las urnas. Así es como se considera de inestable el 28, sobre cuyo resultado vamos a escuchar tantos datos, tantas encuestas y tantas adivinaciones que todo el mundo quedará abrumadoNadie cree, desde luego, que el panorama electoral anuncie una mayoría, y aún se pone en duda la posibilidad de que un pacto de dos partidos pueda ser suficiente, tal es la fragmentación en que vivimos. Hay quien piensa que nunca más volverán las mayorías absolutas. Otros creen que la dificultad para formar gobierno, para alcanzar cualquier consenso, va a enquistarse, y eso traerá momentos de desazón parlamentaria, instantes de indecisión, algo que ya vivimos en el pasado. Ahora que lo pienso, aquella travesía sin alcanzar acuerdo para formar gobierno tampoco me pareció tan mala. No son pocos los que opinan que sin gobierno se vive relativamente bien, mientras se mantenga el armazón elemental. Gobernar implica tomar decisiones, pero si las decisiones son malas, regulares o mediopensionistas, tal vez es mejor no tomarlas. Gobernar es decidir, es legislar, pero no sólo: hay también una atmósfera, una tranquilidad que es necesaria. A veces gobernar es, más que nada, intentar hacer feliz a la gente.

Luego está el tema de las circunscripciones, que no es otra cosa que la manifestación del voto en clave local, y que servirá para anticipar lo del domingo de mayo. La España diversa se va a notar, por más que la ley electoral siga favoreciendo a los partidos mayoritarios. La desigualdad en el desarrollo regional no es un asunto menor. Se vio en el tren de Extremadura, que ocupó algunos telediarios, y desde luego se va a ver en la despoblación del vientre de la España interior (León, significativamente), un tema sobre el que se filosofa a menudo sin que se pongan en práctica auténticos remedios. Seamos claros: sólo elevando la renta media ciudadana se puede revertir el desierto del mundo rural, que tanto nos afecta. Es un tema de renta, de posibilidades de desarrollo, y sí, qué duda cabe, de infraestructuras y tecnología. La visión ecocrítica de la juventud, que de pronto adora a Emerson y a Thoreau, y las novelas modernas sobre la vida campestre, como ‘Una temporada en Tinker Creek’, choca directamente con las políticas que potencian la urbe como centro neurálgico de desarrollo, concentrando servicios y población (la concentración resulta más barata que la dispersión) y dejando sin posibilidades a las cabeceras de comarca (que deberían ser el alma del desarrollo inmediato), y no digamos a las entidades locales menores.

Hay que cambiar esa filosofía, pues la ciudad moderna, verde, con nuevos medios de transporte que han de ir desde los tranvías ligeros a la bicicleta, blanda, en el sentido de que favorezca el paseo sobre el tráfico, el encuentro de la gente en espacios peatonales sobre las calles deshumanizadas, es justo la que permitirá la expansión hacia el mundo rural, a través de horarios convenientes y conciliadores (en veinte años se verá la ventaja de ampliar el fin de semana al viernes, por ejemplo, para favorecer la industria del ocio), la deslocalización de las actividades que puedan realizarse telemáticamente (muchísimas), o la decisión de los artistas de convertir los enclaves rurales en el lugar perfecto para fomentar sus creaciones. No estamos aprovechando ese vector ecológico, salvo en cierto tipo de agricultura local, y eso sucede porque los políticos están llegando tarde a la hora de establecer el flujo ciudad-campo que favorecería una ciudad moderna y bien comunicada, flexible y amable, y, al tiempo, el desarrollo rural como expansión liberadora, como encuentro con la naturaleza y con la paz interior. Hay países en los que se vive como algo imprescindible la posesión de un jardín o de un patio, la posibilidad de caminar sobre tierra como alternativa al asfalto. Se trata de que el trabajo no lo invada todo, como sucede ahora, a través de horarios tan inhumanos como antiguos. Que la vida en el campo haya sido percibida durante décadas como una existencia inferior a la de la ciudad indica el gran error en el que nos empecinamos. Hay que revertir la idea de que el esfuerzo y el sacrificio de vivir en el campo no compensa, y que sólo la ciudad puede mejorar nuestras vidas. Para ello, el binomio ciudad-campo debe establecer una conversación mutua, que se retroalimente, rompiendo con la ciudad como barrera protectora con respecto a las incomodidades del campo. Me temo que las ideas que se mueven en torno a las elecciones de mayo no han dado aún el salto intelectual necesario que incorpore las nuevas filosofías en defensa de la vida natural y en contra de los horarios que agostan la convivencia.

No hay manera humana de separar las elecciones generales de abril de las votaciones de mayo. Salvo milagro, el gobierno quedará pendiente, porque ningún partido enseñará las cartas de los pactos antes de las elecciones europeas y locales. No es que no se atisben esos pactos, que parecen tan imprevisibles como inevitables, pero otra cosa es ponerlos negro sobre blanco. Como digo, la diversidad regional puede llevar a consensos que se aparten de eso que se llama el sentir general. Mucho está en el detalle. Esta precampaña que crece entre árboles de floración temprana y calores que invitan al picnic y al terraceo, muestra una inusitada agresividad verbal, al menos desde algunos sectores, como si el viejo lema de «¡dales caña!» se hubiera convertido ahora en una reflexión intelectual de altura. La masa votante, o eso espero, suele tener un espíritu crítico más matizado que el que se deriva de los eslóganes simplificadores. Bien es verdad que vivimos tiempos de verdades de diseño. La emergencia de una derecha más radical y contundente ha obligado a Casado, o a sus asesores, a endurecer el mensaje, pero, como se sabe, esa circunstancia puede dejar desprotegido al votante de centro, tradicionalmente el más decisivo en este país. ¿Hemos dejado de ser moderados? La gran paradoja de estas elecciones generales puede estar en que Sánchez, al que se criticaron tantos sus apoyos parlamentarios (es uno de los ingredientes básicos de la campaña), se dirija ahora a reconquistar el territorio de centro, donde parece haber detectado de pronto un amplio territorio desasistido de propuestas (por el endurecimiento ideológico y la polarización rampante), habida cuenta de que cree recuperado parte del voto de la izquierda. A día de hoy, mientras vivimos en el sondeo permanente, no se sabe si es más grande el bloque de izquierdas o el de derechas (a la andaluza), y creo que asistiremos a movimientos estratégicos en las próximas semanas con el fin de decantar el presumible empate. La cuestión es, ¿qué estrategia conviene? No está nada claro.

El primer asalto al tablero ha sido el de Arrimadas, que ha pasado a la acción para intentar capitalizar el bloque contra Sánchez. Su decisión supone colocar el asunto catalán como la piedra angular del 28 de abril. Quizás fuera lo previsible. Pero creo que las cosas no se van a decidir por la potencia categórica o mediática, tampoco por la contundencia del lenguaje, sino por la creación de sinergias y empatías. Una primavera reventona se dibuja ahí fuera.
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