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Votando voy votando vengo

28/05/2023
 Actualizado a 28/05/2023
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Hoy es día de elecciones municipales y autonómicas. Si de verdad tenemos espíritu democrático, deberíamos votar. Es nuestro derecho de elegir a quienes han de gobernarnos, aunque muchos requieran nuestro voto para mostrarnos, no que son más capaces, no, sino más procaces en el insulto. No obstante, debemos ser fieles al dicho de Antonio Machado, algo así como «haced política o la política se hará contra vosotros».

Son tiempos en que «insulto, luego existo» parece corriente y repugnante realidad en la calle, en la política y más ostentoso al amparo de la tolerancia en los campos de fútbol españoles, como ha sido el caso reciente del jugador negro brasileño Vinicius. Este hecho racista en el estadio de Mestalla ha repercutido en todo el mundo, no dejando de ser un síntoma más de la mala educación que España adolece. Si hace unas semanas hice alusión a la vergüenza de un suelo urbano lleno de colillas, semejante peste sale también por el hocico de infames enardecidos.

Tras la matraca callejera, llegan hoy los comicios con su baile de papeletas. El sufragio hizo que ocupase antaño una mesa electoral. De modo que me pasé la Pascua de Pentecostés al lado de dos urnas, inscribiendo en una lista censal de 965 ciudadanos a 574 votantes.

Cuando una tal Domitila quiso ejercitar su derecho al voto, como fuere que no figurase en la lista censal con el sobrenombre de Felicidad, protestó indignada.

– Lo siento señora, le dijo el presidente de mesa, la Administración no ha tenido a bien consignar ese segundo nombre que usted parece llevar con orgullo.

– ¡Pues sí que tiene gracia, no te giba, –replicó disgustada Domitila– que me quiten a estas alturas la Felicidad!

Otro votante, con muchas velas que apagar en su tarta de cumpleaños, se acercó a nuestra mesa. Lucía una pegatina del PSOE y, con voz bajita:

– ¿Esta es la urna de los socialistas, ‘verdausté’?

Quedó rumiando su disconformidad cuando el presidente le dijo que las urnas eran para todos sin excepción. Sin soltar los sobres, permaneció unos segundos indeciso. Al final, el hombre metió por fin en la urna los dos sobres, con tantas arrugas como las que se dibujaban en su rostro, pero sin abandonar la desconfianza, pues, a cada paso, se paraba y volvía la vista atrás. Temimos que en algún momento se arrepintiese y regresase para reclamar los sobres ya irremisiblemente dentro de las urnas para el recuento.

En el momento más agitado de la sesión matinal, el presidente de la mesa nos advirtió: – Aquella señora que viene hacia aquí es mi vecina y, aunque me ve todos los días, no puede verme ni en pintura, debido a que yo tengo dos pisos y ella uno y, además, encima.

Apenas le faltaban unos metros para llegar a nuestra mesa, en el instante que la vecina me ve, gira bruscamente y se desvía hacia otra de las mesas, oyéndose perfectamente las palabras del presidente:– Señora, la mesa suya está ahí al lado, que es donde le corresponde en el censo. En esta no puede usted votar.

Pero la vecina, tozuda, contestó indignada que lo sabía muy bien, pero que en esa mesa no votaba y no votaba. Pues, entonces insistió el presidente no puede usted votar. Y así la pobrecilla fue recorriendo las siete mesas electorales del distrito obteniendo, como era de esperar, la misma respuesta. Al final, pudo más su deseo de votar que la animadversión que le corría por las entrañas. A cierra ojos, pero votó.

¡No tiene precio lo que a hecho la democracia en este país para paliar desavenencias, aunque muchas de ellas se muestren todavía vivas en insultos, odios, envidias y peleas!
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