26/07/2020
 Actualizado a 26/07/2020
Guardar
Todos sabemos que la memoria es engañosa, y a veces huidiza, que cambia de planos y se despoja de capas con suma facilidad, que lo hace, como se decía antaño, a su capricho. Por eso, una vez a lo largo de los meses, hay que volver a Lago de Babia. En mi caso, tengo la suerte de tener casa cerca y gozo del privilegio de ir hasta allí en cuanto se me brinda la ocasión. Me basta superar un repecho y dejar a mi derecha la ermita donde me casé (con los calcetines blancos, como me siguen recordando con una palmada y una sonrisa ancha muchos años después), protegida por la sombra de un fresno a cuyos pies descubrí a William Faulkner (un escritor que en su discurso del Nobel habló, nada menos, que de la piedad). Lo de las primeras lecturas y las evocaciones botánicas tiene su relevancia, pues entrar en Lago es, de algún modo, recuperar la esencia de aquello que te conmovió en la juventud, y más ahora, que se ha convertido, gracias a las gestiones de su alcalde pedáneo, Isidoro Bueno, y a los maravillosos murales de Manuel Sierra, en un museo al aire libre. Y también en una geografía gozosa. Las montañas confluyen en él como si quisieran abrochar un abrigo de rocas y dejar constancia de que, más allá de sus últimos chopos, no caben éxodos ni epitafios. Lo mejor, sin embargo, son sus gentes que, a diferencia de otros pueblos de hospitalidad más tacaña, se abren a conversar sin prisas: con la paciencia amena de quien ha vivido serenamente y ha visto pasar muchas cosas. Atraviesas el pueblo, pues, parándote a hablar con unos y otros, y enfilas tus pasos hacia su célebre Laguna Grande, que ahí sigue, como dicen los lugareños, viendo llegar a docenas de turistas (la mayoría, respetuosos) que acuden a recrearse con su belleza y silencio glaciares. La fortuna que yo tengo es que podré regresar cuando me plazca, sacarme una manzana del bolsillo y admirar un rato la silueta azul de las estribaciones asturianas. A cualquier hora merece la pena, al crepúsculo o en la noche estrellada, hasta con el sol en su cénit, pues siempre sopla un aire que, en los días más abrasadores del verano, parece insinuar la mudanza sutil de las estaciones, nuestra eterna fragilidad, la caricia inesperada y antojadiza de la luz y su memoria.
Lo más leído