25/06/2023
 Actualizado a 25/06/2023
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Siempre me flipó regresar a casa tras viajar a un lugar muy lejano… y saber encontrar el camino de vuelta. Hoy los GPS le han quitado toda la gracia a la orientación, un proceso externalizado y automatizado por la inteligencia artificial. Tal vez ello nos ha privado de la maravilla que suponía llegar a un espacio desconocido: tomar un avión, luego alquilar un coche, equivocarse de salida en la autopista, terminar preguntando a un lugareño, dar un rodeo o dos y arribar finalmente a la calle, portal y piso indicados. Está en las películas, gente que recorre medio mundo sin tener la certeza de que va a hallar lo que buscaba. Y algo de eso sigue habiendo, así y todo, cuando vamos a territorios inexplorados.

La magia, sin embargo, está en volver. Sí, sí, vaya subnormalidad, pensarán, con razón. Sólo hay que deshacer lo andado. Ya, pero no es cosa menor. Es cierto que determinadas especies migratorias se marcan travesías de polo a polo como quien baja a por pipas. Y ahí están las enternecedoras historias de perritos que cruzaron varias fronteras internacionales buscando a sus dueños. Pero a muchas otras criaturas las sueltas fuera de su hábitat y no duran hasta la noche. En el caso de los humanos, no sabemos ya guiarnos por el sol y la alta velocidad de los transportes (¿cómo es posible que haya vuelos en los que llegues al destino antes de la hora de salida?, me sigo preguntando; no hace falta que me juzguen de nuevo con duras palabras) nos han desconectado de los ciclos naturales. No hay ningún ‘rastro’ que nos lleve a casa, más allá de los símbolos.

Se hablaba aquí la semana pasada del signo y el símbolo, sobre si es lo que nos hace humanos o no. Bien, lo que está claro es que nos devuelven al hogar. Las letras y los números que nos señalan que ése es, efectivamente, el tren que nos deposita en el aeropuerto. El icono del avión despegando para la planta de salida. El número de la puerta de embarque, que coincide con el nombre de la ciudad de la que partimos en su momento. El autobús que nos deja más cerca de nuestra cama. Y, finalmente, el gesto alucinante de sacar las llaves –las mismas que han estado con nosotros en el Monasterio de Covadonga, el Taj Mahal o los ‘coffeeshops’ holandeses– ¡y que encajen en la cerradura y abran la puerta!

Menuda soplapollez, intensificarán ustedes sus críticas, y habrá que darles de nuevo la razón. O también podrán maravillarse toda vez que se calcen las babuchas de estar por casa después de un largo periplo por ahí.
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