23/06/2021
 Actualizado a 23/06/2021
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La lluvia nos acompaña como el palio al Santísimo. Paramos a comer en Villafranca. Con los siglos, los blasones se han vuelto más solemnes, más absurdos, como los jeroglíficos antes de Rosetta. Vuelven a verse peregrinos. Los saludo con la alegría con la que se ve a alguien que tiene un objetivo. El Camino, además de los bosques de robles y castaños, tiene la gratificación de lo que Duns Scoto llamó «condelectari sibi»: voluntad que encuentra deleite en su propio ejercicio. Hacer el Camino de Santiago es un ejercicio de pura voluntad, de nada más depende.

Hoy en día no está bien vista la voluntad. Sin entrar en filosofías, considero que es la voluntad la que nos hace humanos. Serán las ganas las que nos diferencien de las máquinas cuando estas completen el engaño de parecer humanas y sean mejores. Acabar con la voluntad, es decir someterla o imponer la propia, siempre ha sido el objetivo del poderoso. Pero ¿cómo hacerlo en un régimen democrático, de libertades? El sistema ideado e inoculado con menos dolor que un pinchazo se podría resumir así:

Para evitar cualquier sospecha, todo comienza estimulando nuestros apetitos. Despojan de frenos y límites al ‘quiero’, nos convencen de que quiero y derecho son sinónimos, y que basta con querer. Y mientras con esta mano prestidigitadora despistan nuestra atención, con la otra, por debajo de la mesa, anulan nuestra capacidad para conseguir lo que queremos por nosotros mismos. Han excitado tanto nuestro deseo y difuminado la barrera de lo posible que, como niños, queremos y lloramos si no lo tenemos. Para eso están ellos, para satisfacernos. Se han vuelto necesarios. Imprescindibles. Ellos mismos nos provocan el hambre y nos la sacian, pero nunca del todo, por un módico precio: nuestra voluntad. Nos hemos vuelto dóciles. Somos como perros buenos, hermosos y con cartilla del veterinario que movemos el rabo. Me atrevo a pensar que nos facilitan las causas por las que luchar, como placebos, válvulas de escape, trampantojo perfecto, sin descuidar detalles. Pero no me pregunten quienes son ellos. Póngales ustedes mismos nombre.

En Villafranca, Pablo y Noelia nos muestran La Torre, un espacio que se levantó como defensa y que ellos han convertido en un lugar de encuentro con el vino y la cultura. La cultura es nuestro último bastión y disfrutar del vino la prueba de que no somos máquinas.

Y la semana que viene, hablaremos de León.
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