06/12/2020
 Actualizado a 06/12/2020
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¿No es la dictadura una tentación para ‘salvar’ a una nación en estado calamitoso, cuyos ciudadanos han perdido su fuerza cohesiva? O, en otras palabras, ¿no es el ‘salvador de la patria’ bienvenido ‘factótum’ para liberar a un país de su caos económico, social y político ? ¿Habremos prescindido para siempre de la dictadura en España, pese a la terrible crisis pandémica y sus consecuencias, como en su día la provocó la pérdida de Cuba y Filipinas, la guerra de Marruecos o la amenaza de otra dictadura, la del proletariado? Momentos éstos especiales que se personifican con la puesta al frente de un ‘leader’ o especie de Mesías redentor. Desde el fatídico ‘98’ esa fórmula reducida aparece como instrumento indispensable.

En época de crisis ese instrumento indispensable es llamado de diferentes maneras. Altamira lo llamó ‘dictadura tutelar’, o el ‘hombre con H grande’ que pidió Picavea, el ‘cacique científico y patriota’ y el ‘tirano paternal piadoso’ de Cajal, el ‘Pío Cid’ de Ganivet, el ‘César Moncada’ de Baroja, el Quijote redivivo de Unamuno y el ‘cirujano de hierro’ de Joaquín Costa. En suma, un gobierno fuerte, totalitario y acaudillado, epifanía de un ‘francodictador’, si se me permite, como remedio de todos los males patrios.

Tras la Restauración, la dictadura será una tentación constante: de Maura, de Juan de la Cierva, del mismo rey Alfonso XIII y, por supuesto de Miguel Primo de Rivera, que será el que la implante. Pero también llegará el día en que se perciba a Manuel Azaña como dictador de izquierda, en quien depositen los republicanos su confianza como medio de salvar el régimen. Y ya, en plena guerra civil, la encarnen sucesivamente Francisco Largo Caballero y Juan Negrín, como réplica a la dictadura que tenían en el frente de batalla, regentada por el general Francisco Franco. Para el colmo de paradoja, tres adversarios de Primo de Rivera, como fueron Luis Araquistáin, Ortega y Gasset y Salvador de Madariaga, serán: el primero, responsable máximo de la personificación socialista del ‘hombre fuerte’ en Largo Caballero, el Lenin español; el segundo, aunque a su pesar y no en todo bien interpretado, maestro de los fascistas españoles; y el tercero, con su libro ‘Anarquía o jerarquía’, lejano inspirador de la ‘democracia orgánica’ del franquismo al que tan irreconciliablemente se enfrentó.

Es explicable que la tentación dictatorial asalte preferentemente a los militares por tres razones. En primer lugar, porque tienen la fuerza y, consiguientemente, el medio más expedito de imponer su voluntad; en segundo lugar, porque su tendencia a simplificar políticamente las cosas hace que les deslumbren los brillantes resultados inmediatos del ‘curanderismo’ dictatorial, mientras se les ocultan sus desventajas a largo plazo; en tercer lugar, porque, a consecuencia de esa simplificación, suponen que les basta declarar sus intenciones, ‘dar el grito’, para que todos les secunden espontáneamente.

Fue el estado de ánimo típico de los pronunciamientos ochocentistas que ha perdurado hasta nuestros días. Los volveremos a encontrar en julio de 1936 con el ‘glorioso alzamiento nacional’ y el más reciente del 23 de febrero de 1981 como último de los pronunciamientos militares. Y ahora la cosa se reaviva con militares en la reserva y Vox, partido político de ultraderecha, votado por nostálgicos del franquismo que verían con complacencia algo no muy distinto a lo acontecido con Primo de Rivera, Franco o Tejero, aunque quedaría por ver qué importancia tendría en este hipotético giro la figura del rey.
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