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Vivos de milagro

10/07/2022
 Actualizado a 10/07/2022
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No me gusta el fútbol, y menos aún el Real Madrid, pero el día de la séptima Copa de Europa allí estaba yo en Cibeles, festejándolo con mis colegas. ¿Cómo llegué allí? Se podría decir que todavía era yo una tierna criatura de 18 años y achacarlo al espíritu gregario, al momento histórico que suponía para la ciudad, a la electricidad que había en el ambiente... O quizá era que no tenía otra cosa que hacer.

El caso es que allí estaba yo, rodeado de mis enfebrecidos compadres ‘vikingos’, sin saber muy bien qué pintaba un postadolescente leonés en ese jaleo, cuando me di cuenta de que por el paseo de Recoletos venía cargando la policía contra la peña borrachísima que se había congregado. No sé si terminé de decir «vámonos de aquí, tíos», pero sí que había abierto la boca cuando me cayó un semáforo en la cabeza. Al principio no supe qué había pasado: sólo sentí un golpe en la frente y vi la cara desencajada de mis amigos. Después noté que me brotaba una fuentecilla de sangre y me llevaron a toda leche a un hospital de campaña.

Aquello parecía la guerra: montones de lesionados por las cargas policiales, otra gente en coma etílico y diversas averías más. Me enteré de la jugada mientras se la relataban a los sanitarios: por lo visto un tipo se había subido a un semáforo y andaba haciendo el «oé oé oé oé» cuando la parte de las luces en la que se había encaramado cedió, aunque permaneció enganchada por los cables, y describió una fina parábola hasta impactar en mi cabeza. Entonces vino el ataque de sinceridad del equipo médico: «Mira, si te cosemos te vamos a dejar como Al Capone, así que te voy a hacer un vendaje compresivo y te vas a ir al hospital más cercano».

Dicho y hecho. Pero cuando salimos de allí, con los antidisturbios aún cargando, no encontramos (lógicamente) ningún taxi para salir de aquel infierno, así que mis acompañantes tomaron la decisión de meterme en el metro. Me senté, cabeza vendadísima, cuando oí: «¿Ése no va a nuestra clase?». Miré y efectivamente, ahí estaba media clase de Periodismo señalándome con el dedo mientras me hacía el sueco, muerto de vergüenza.

Llegamos al hospital. Entre un ambiente dantesco (apalizados, sobredosis, heridas severas) me curaron. El médico me dijo que dos centímetros más abajo y me quedo seco. Al día siguiente llamé a mi madre para contarle esto mismo. Me dijo: «Muy bien» y colgó. A los cinco minutos llegó el subdirector del colegio para decirme que mi madre le había llamado diciendo: «Quiero que me cuente la verdad de lo que le pasó». El hombre le juró que, por increíble que pareciera el relato, así había sucedido. ¿Moraleja? No le veo ninguna. O tal vez la frase de Morente: «Estamos vivos de milagro».
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