23/07/2017
 Actualizado a 15/09/2019
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Cruzar una frontera proporcionaba hace muchos años una sensación difícil de definir con palabras que, sin embargo, reconocerá cualquiera que la haya experimentado. Sobre todo cuando se cruzaba para salir del país propio e introducirse en el de los otros, que casi siempre hablaban una lengua diferente y, por supuesto, comían distinto. Si además había que cambiar el reloj por la diferencia horaria, cruzar la frontera era una experiencia insuperable. Durante varios años viajé a menudo a Portugal. Recuerdo, por ejemplo, la primera vez que estuve en Valença do Minho. Fue en diciembre de 1988 y sé que era miércoles porque había mercadillo. Las colas en la frontera de Tuy eran enormes: en España se vivía una huelga general y las gentes aprovechamos el día como si fuera una fiesta. Al entrar en Portugal se cumplían todas las premisas de las fronteras: el país era otro, la lengua era distinta por más que a los gallegos no nos causase problemas de comunicación, había que comer bacalao aunque a uno no le gustase y, por supuesto, cambiar el reloj de hora. Algo, en fin, fantástico. Viajar por Portugal me descubrió un país de carreteras adoquinadas y conductores temerarios y unas gentes extraordinariamente amables, capaces de quedarse sin problemas con unas pocas pesetas del viajero que no tenía escudos. Pienso ahora, tantos años después, en que tuve la oportunidad de conocer un país que estaba comenzando una trasformación absoluta del mismo modo que España lo había hecho años antes. Los pueblos de frontera tenían una vida que perdieron cuando las fronteras dejaron de ser lo que eran ylanguidecieron hasta convertirse en lugares un poco tristes. He vuelto a tener esa sensación en Miranda do Douro, allá donde el Duero traza una hendidura agreste y hermosa que marca una frontera bien permeable. En la Tierra deMiranda he cambiado el reloj y he comido bacalao (y también ternera). He hablado un poco de portugués aliñado con mi gallego de andar por casa. Y me he emocionado escuchando hablar mirandés, «la lengua del campo, del trabajo, del hogar y del amor entre los mirandeses» según Leite de Vasconcelos. Una lengua del dominio astur leonés que tanto me recuerda a mi propia tierra (a la que poco han importado las hablas tradicionales) y que Portugal rescató del olvido declarándola oficial en 1998. ¡Viva Portugal!
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