25/01/2018
 Actualizado a 16/09/2019
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"Un cubalibre de Larios Cola, sin hielo y sin limón". Después de haber bebido cantidades ingentes de ese mejunje, es raro que un hombre logre vivir más allá de los sesenta años; Vitorón lo logró; por poco, pero lo logró.

Algunos de vosotros, quizás la mayoría, después de hacer el acto de fe de leer esta columna, os preguntaréis por qué escribo de cosas que, en principio, sólo interesan a muy pocas personas, concretamente a los que somos de Vegas. Son las insidias de la democracia y de la libertad de prensa, gracias a las que cualquier desarrapado es capaz de escribir en un periódico. (Además, claro, de la anuencia del director, que es, al fin y al cabo, quien manda y lo permite). Espero de todo corazón que no os aburra y que, al final, podáis extrapolar alguna de las cosas que aquí escribiré a vuestra vida. Sé que es una pretensión pedante como ella sola, pero tenéis que perdonarme, acaba de morir un amigo y no tengo claro lo que escribo. Que sepáis que estas líneas las va a escribir el corazón, no el cerebro y puede ocurrir cualquier cosa.

Cuando vas cumpliendo años, uno de los peajes más jodidos que tienes que pagar es despedir a los que han compartido la vida contigo. Puede ser, como en mi caso, que la muerte haya tenido el mal gusto de acostumbrarte desde bien joven, pero no es lo normal. Lo habitual es que se te vayan yendo, por ley de vida, primero los abuelos, después los padres y por fin los amigos. Siempre soñé con que ellos me despedirían a mí y no al revés. Es muy cómodo estar metido en la caja, en pleno velatorio, y ver cómo uno tras otro se acercan y se emocionan al verte allí metido, de cuerpo presente que se dice. Pero el destino o Dios, ¡vaya uno a saber!, ha querido que ocurra al contrario, que sea yo el que ha tenido que ir a decirles el último adiós. A los diecisiete años, una tarde de otoño, un amigo nos propuso, (a una chica por la que bebía los vientos y a un servidor), dar una vuelta en el coche de su padre. Obvio es decir que no tenía carnet de conducir, pero sí una llave del coche que había duplicado de ‘extranjis’. Cuando volvíamos a León, en una curva maldita, el coche cayó por una pendiente de cien o doscientos metros. A mí no me pasó nada, ni un rasguño, pero él murió en el acto y a la chica la tuvieron que operar durante siete horas para salvarle la vida. A los diecisiete años esto esuna tragedia que te marca la vida, por muy bien amueblada que tengas la cabeza, cosa que, evidentemente, no es mi caso. A partir de entonces, quise mucho más a mis amigos.

Quise, claro, mucho más a Vitorón. Creo que es, sin duda, una de las mejores personas que he conocido en mi vida. Como se dice mucho en mi pueblo, era malo para él; nunca (por lo menos adrede) fue malo para los demás. Bebió como un cosaco aburrido, fumó toda la Tabacalera y jugó, con las mujeres en el bar de Luisina, todas las partidas de brisca del mundo. Comía malamente, porque era vago en eso de acercarse a los fogones, pero trabajó como un negro hasta el último instante de su vida. En los últimos años, retirado del oficio que ejerció casi toda su vida, albañil, acogió bajo sus alas a dos sobrinos, los hijos de Zon, y les enseñó lo que cuesta agacharse y volverse a agachar para excavar la remolacha de su padre.

Juraba, como casi todos los de mi pueblo, como un botero y solo bebía, siempre con Candi, con Fernando, con Purri o conmigo, en las fiestas de guardar: Villasfrías, Santiago, la feria de agosto. Tenía la imaginación desbordante y alguno de los mejores motes que sufren nuestros vecinos los inventó él sentado en la terraza de Miguel, en la de Luisina o en la del casino.

Este verano pasado, sentados en la terraza al lado del depósito de agua, buscando el sol como una lagartija, estábamos hablando de lo divino y de lo humano. No sé cómo y por qué dijo la frase, pero salió de su boca como un misil: «El único que puede poner a parir a mi familia soy yo. Los demás, a callarse y si me entero que alguien lo hace, le meto una hostia que le estampo». Cuando Vitorón ofrecía una hostia lo mejor era estar lejos, en Villanueva lo más cerca.

Hoy en día, por desgracia, lo corriente es que pongamos pingando a todo dios. Las redes sociales han hecho mucho para que así sea y cualquiera cree que tiene el derecho a opinar y sentenciar de cosas que no sabe o de las que sabe lo justo. Es, por ejemplo, lo que me pasó aquí, en León, no hace muchos años. Estaba a la puerta de un bar con una gente y pasó por la calle un tipo de los de rancio abolengo de la ciudad. Todos dijeron que estaba arruinado y con una enfermedad mortal acuestas. Mientras apuraba el botellín, César habló casi entre dientes: «La ruina de ese, para mí». Víctor, amigo, no pases demasiado frío en la Costana; ya llegará el verano. Te voy a echar mucho de menos, chaval...
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