Villahabibi, una forma diferente de vivir el golf

El club Hierro 3 nació en los últimos años del siglo pasado sin otra intención que acercar el deporte a todo tipo de personas, sin distinción de edad, género o clase social y de hacer asequible una actividad que, muchas veces, no lo es

Camino Díez Llamazares
26/05/2023
 Actualizado a 28/05/2023
Los miembros de la Junta Directiva juegan junto a Carlos cerca de los hoyos inundados. | L.N.C.
Los miembros de la Junta Directiva juegan junto a Carlos cerca de los hoyos inundados. | L.N.C.
La historia se remonta a hace más de una veintena de años. Unos cuantos paisanos habían alquilado las eras de Pobladura de Bernesga como escenario para la práctica de su tan amado deporte. No tardó en correrse la voz y los vecinos del pueblo acabaron sustituyendo al pelotón de jugadores por rebaños que encontraron aquel campo como uno perfecto para pacer. Pero la semilla ya se había plantado y el Club de Golf Hierro 3-Reino de León ya tenía su ancla. Sólo le faltaba el puerto en el que atracar.

Fue en 2006 cuando se puso en marcha la obra que acabó convirtiéndose en todo un terreno de golfistas. Un campo de golf en Villanueva del Árbol con alrededor de veinte hectáreas de extensión, antes intratable por sus deplorables condiciones, veía la luz fruto del trabajo de su Junta Directiva y el dinero de sus poco más de doscientos socios. Y es que no hubo más ayuda que la de los propios jugadores para construir ‘Villahabibi’ y eso que la Real Federación Española de Golf se refirió a él en el momento de su homologación como candidato al mejor campo rústico de todo el país.

– Esto es el golf puro y duro - señala Hermes, tesorero del club responsable de este monumento de interés golfístico.

Son las ruinas mozárabes sobre las que se fundó el pueblo -antes del brote de peste que lo diezmó- las que dan sentido al nombre de esta dehesa reconvertida en campo de golf.

– Alguno todavía lo llama ‘Villabibi’ – ríe el tesorero.

Trescientos metros de un camino hecho con grava dan paso a un pequeño aparcamiento en el que se ven varios vehículos. Un hombre joven se dirige al presidente del club, Alfredo, y, como carta de presentación de este deporte, le suelta: «Ya sabes que aquí el único que gana es el campo». Cuentan que, cuando se pierde, siempre es culpa de la tierra, de la bola o de la mala colocación del ‘tee’, pero nunca -jamás- es culpa del jugador.Antes de saludarse, tesorero y presidente agarran sus bártulos. Triciclos sujetan sus bolsas cargadas de palos y su vestimenta, adornada con la gorra protocolaria, se acompaña de unas zapatillas de repuesto que guardan en el maletero del coche. Todo a la vista en un gesto casi ceremonial que se presenta como si fuera este el comienzo de la partida que están a punto de jugar. El piar de las aves que por aquí revolotean se funde de pronto con el sonido de una llamada telefónica.– ¿En qué hoyo? – la voz de Hermes se escucha en el aparcamiento. – ¿Tenemos que suspender?Dos de los hoyos están inundados y el torneo programado para esta mañana de domingo se ve truncado por la abundancia de agua. Irma, la secretaria del club, juega junto a Jose, encargado del mantenimiento del campo, y así se lo hacen saber a sus compañeros de la Junta Directiva y al resto de participantes, que lejos de posponer la partida para otro día, siguen con su empeño de «lanzar unas bolas».  Eso sí; sin torneo, no hacen falta tarjetas para anotar los puntos, ni banderines que marquen la bola que más se ha acercado al ‘green’. Sólo la honradez de los jugadores, que tienen claro que no hay peor contrincante que ellos mismos. También el campo, como explica Alfredo.– El jugador lucha contra el campo – y sus palabras coinciden sobremanera con las que le dedicaba el joven golfista, Cristian, al comenzar. Al cruzar el puentecillo improvisado que atraviesa la «presa vieja», se erige ante la mirada del espectador un cartel que informa sobre los nueve hoyos que componen Villahabibi. A su lado, un rectángulo metálico que lleva el logotipo del club deja bien clara la indicación «solo socios». En este espacio golfístico no hay ‘cadis’ que carguen con las pesadas bolsas, ni sus sustitutos mecanizados -los ‘boogies’- para llevar de un hoyo a otro a jugadores y equipamientos. Sólo unos cuantos golfistas que caminan siguiendo el curso del juego que tanto les gusta y disfrutando del sonido de grillos y patos y del majestuoso vuelo de las cigüeñas y los milanos. En este espacio, no se respira nada más que el profundo olor de la naturaleza, adornado con la estampa de un hato de vacas que pastan o descansan en los terrenos anexos. Al fondo, desde los primeros hoyos, se planta el Pico Correcillas igual que una acuarela. Alfredo espera a que lance el compañero apoyado en su ‘putter’, ya cerca del agujero, como si se tratara de un bastón. Carlos juega con el tesorero y el presidente y, en un despiste, su esfera aterriza cerca de un grupo al grito de «¡bola!». Los tres golfistas pasean por el campo mientras lanzan e intercambian algún que otro comentario. Las partidas se cruzan y todos los que se encuentran parecen conocerse. Todos, orgullosos -aunque con un toque reivindicativo-, se muestran seguros de que este campo es obra suya y de que nadie, ni federaciones, ni ayuntamientos, ni diputación, ha echado un cable durante la construcción de Villahabibi. Tampoco después.

– Es como si fuera un hijo – confiesa el presidente. – ¿No ves cómo está esto? – señala el suelo – Ni un espino, ni nada. Ahora parece un campo de verdad.

Como él, muchos de los socios son jubilados. Aunque no hay un prototipo demasiado definido en el club Hierro 3. En su cuarto de siglo de vida, han pasado por sus ficheros desde repartidores o jóvenes ‘cadis’ de jugadores profesionales que aprendieron el juego a base de cargar con las pesadas bolsas y observar, en silencio, la magia del golf, hasta ingenieros y médicos ya retirados. Todo tipo de oficios y de capacidades adquisitivas juegan en Villahabibi.

– Este campo es asequible para todo el mundo - dice el tesorero. – Por poco más de doce euros al mes, se juega al golf.

– Doce cincuenta – concreta Carlos.

– Si vas a misa, te dejas más en el cepillo – bromea Alfredo. O quizás no, según el caso.

Las cuotas que pagan los socios se invierten única y exclusivamente en mantener las condiciones del campo y no han variado a lo largo de los diecisiete años desde que Villahabibi vio definitivamente la luz. Este club nació con la filosofía de acercar el juego a cualquier persona interesada en el mundo del golf, sin distinción de género, edad, condición física o clase social. No tiene por objetivo aumentar en número de miembros, pero sí tener capacidad para renovarse a medida que pasa el tiempo. La condición para formar parte del club es contar con el aval de un par socios que tengan más de dos años de antigüedad.

– Puedes venir y jugar con gente – explica el presidente – o puedes ser un ermitaño y patearte todo el campo tú solo.

Solos o acompañados, novatos o veteranos, jóvenes o mayores, todos coinciden en lo divertido que resulta jugar en este campo rústico, incluso salvaje. Sin horarios, sin requisitos de vestimenta. Sólo el respeto al resto de socios, al campo y a la naturaleza. Sólo la lucha personal contra una tierra vetusta en la que el golfista se mimetiza hasta casi convertirse en un milano más. Una lucha contra uno mismo. Bobby Jones, uno de los mejores de la historia, dijo una vez: «Un campo de golf no mide más de cinco pulgadas, que es la distancia que hay entre tus orejas». Y de igual manera lo piensan en el Hierro 3.

Algunos se marchan mientras los más rezagados -los últimos en llegar- continúan con el juego.

– ¡Buena! – se oye de lejos cómo el golfista anima al compañero.

– ¡Me gusta! – se escucha a otro contento mientras su bola corta el viento como un cuchillo, dejando un sonido seco que se suma a la armónica melodía del derredor.

En el aparcamiento, quedan ya pocos coches. Los jugadores abandonan el campo, carro en mano, en dirección a su vehículo. Sacuden sus zapatillas mientras comentan la partida vistiendo su rostro de la más sincera satisfacción. Hay quien tiene el tomar una cerveza al terminar la jornada como una tradición. Otros se van, cansados y guiados por el hambre, directos a comer. Y entre naturaleza, cantos por cortesía de las aves y pisadas sobre la tierra húmeda, los golfistas se despiden de Villahabibi, esperando a que llegue el día siguiente y regresar, una vez más, para jugar.
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