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Viernes, cinco de la tarde

02/10/2022
 Actualizado a 03/10/2022
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Viernes, cinco de la tarde. Un congreso de inmunología al que todos los participantes han debido de traer a sus parejas, un encuentro nacional de cofradías de Semana Santa al que todos los cofrades han debido de traer también sus parejas y la multitudinaria boda de una pareja de jóvenes leoneses han agotado las reservas hoteleras en la ciudad. Deben de llegar todos a esta hora, porque hay un embudo en cada semáforo. Los coches cabecean uno detrás de otro como si les venciera el sueño. Ya se sabe que en León viven los conductores europeos que más tardan en reaccionar desde que el semáforo se pone en verde hasta que inician la marcha, aunque esta vez son casi todos de fuera y cometen el mismo pecado. Hay que perdonarles lo segundo por lo primero. Desgraciadamente, ya no lo puede uno advertir por las matrículas (con el juego que daba eso a la hora de montar bronca), deducir la procedencia por las pintas sería excesivamente prejuicioso y el hecho de que se olviden de poner el intermitente es demasiado universal como para andar sacando conclusiones, pero es algo que se nota: por la trazada, se puede diferenciar perfectamente al que no sabe a dónde va del que no ha pasado nunca por este cruce. El caso es que o vienen todos del mismo sitio o salieron todos a la misma hora o se alojan todos en el mismo hotel o los navegadores no son tan inteligentes como parece, porque a todos les han metido en el mismo atasco, que poco a poco va creciendo hasta colapsar los accesos a la ciudad de la movilidad mórbida. Aquí, ya hace tiempo, parece que el verde no dura más que un nanosegundo en el metaverso, y acabamos de aprender que eso ya cuenta como cuernos.

Una vez acomodados, salen a por sus dosis de pimentón. Supongo que los inmunólogos son los que llevan el Almax asomando por el bolsillo de la chaqueta, que en algo tienen que demostrar que son más precavidos que el resto: la profesión de moda, dicen de sí mismos. A los dos lados de la Calle Ancha, les espera una legión de hosteleros con tapas grasientas y el cuchillo entre los dientes: vinos a cuatro euros y, si te sientas, 4,50. O vienen todos de Madrid y Barcelona, o les pagan todos los gastos a modo de dietas (¿por qué se dice dietas si el que las cobra nunca hace régimen?) o ganan mucha pasta, porque los inmunólogos ni se inmutan por los escandalosos precios que han alcanzado los bares leoneses. Piden otra ración de morcilla convencidos de que, en realidad, están contribuyendo a dinamizar la economía local. Por culpa de lo que los modernos llaman el ‘calmado’ del tráfico, se van de la ciudad sin conocer los barrios, más allá de que algunos tuvieran que buscar sitio para aparcar y padecieran la trampa de los huecos que te hacen sentir de suerte pero luego siempre se convierten en putos vados en el barrio de El Ejido.

En un momento de éxtasis, como no podía ser de otra manera, los inmunólogos se cruzan con los cofrades, que van en su ronda o en su procesión. ¿Qué pensaría una persona que despertase de un coma profundo y viese que la imaginería y la casquería circulan por las calles en pleno mes de septiembre? Los cofrades llegados desde toda España a León disfrutan especialmente de su particular encuentro ya que, por su propia condición, llevan toda la vida pasando la Semana Santa en el mismo lugar y, por mucho que les gusten otras, no pueden verlas más que por televisión. Así que a ellos este singular evento les da la oportunidad de algo así como estar en todos sitios a la vez (es de suponer que ellos lo llamen ubicuidad). Se organiza una procesión a lo leonés, es decir, pasándose de frenada, tanto que la llaman «magna», para la que lo habían pensado casi todo... pero hubo un factor con el que no contaron. Ya en la Semana Santa real se había notado que muchos braceros estaban ciertamente entumecidos por la falta de costumbre, tras dos años rezando a los cristos y las vírgenes en parado, pero a eso hubo que añadir que, esta vez, no estaban aquí los numerosos jóvenes leoneses que han tenido que emigrar y que, mazados ante el espejo de sus gimnasios, con sus dietas pollo y arroz blanco y sus brazos más hinchados que sus granos, son los que realmente terminan tirando de los pasos mientras los maduritos se dedica a saludar a la concurrencia levantándose el capillo. Cuando la Semana Santa es como Dios manda, con perdón, están todos aquí, llenando sus tapers, pero a finales de septiembre no tienen vacaciones, así que el resultado fue un calvario literal para muchos braceros con sobrepeso que llegaban a la Catedral mareados y pidiendo oxígeno y que el lunes, mientras los camareros descansaban al fin, pasaron a colapsar todas las clínicas de fisioterapia de la ciudad. Las cofradías ya barajan instalar desfibriladores bajo los pasos, por si no se puede andar esperando milagros. Con la cruz a cuestas fue cuando algunos se dieron cuenta del talento que hemos dejado escapar, de lo que podríamos pujar si los jóvenes, además de mazarse, se pudieran quedar. Dicen los hoteleros que entre todos tenemos que conseguir que León no sea únicamente ciudad de paso. Sobre todo, para los de aquí.

Ocurrió, si es que no me lo inventé, el pasado fin de semana en León. Yo creo que sí ocurrió, porque es una metáfora demasiado buena de lo que está pasando en esta tierra como para que se me hubiera ocurrido a mí.
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