25/10/2018
 Actualizado a 17/09/2019
Guardar
Sé que, en muchas ocasiones, soy más viejuno que la orilla del río. Una de ellas es la inevitable conversión, que hago siempre que la cantidad es importante, de los euracos a las pesetas. No es de extrañar, cree uno, porque me pasé media vida pagando en pesetas. Además, utilizo la dichosa conversión como un termómetro que me dice cómo va mi economía, habitualmente mal, y la economía del país, normalmente ídem de lienzo.

Las cosas no empezaron bien: al día siguiente de la entrada triunfal del euro, un café, por arte de birlibirloque, pasó a costar un 66 por ciento más: de 100 pelas a 166. Una ruina, se mire por donde se mire; y de una manera parecida, los industriosos fabricantes, mayoristas, tenderos locales y foráneos o simples quiosqueros, subieron exponencialmente casi todos los productos, fueran de primera necesidad o de lujo. Menos mal que el tránsito ocurrió en la época de Áznar, cuando España iba de puta madre, que si nos coge en la etapa de ‘la venezolana’ o en la del gallego soso, ¡no lo quiero ni pensar! Por cierto, ¿dónde hay que protestar para que me paguen los royalties por haber puesto a Zapatero ese mote, que el tiempo ha demostrado que le viene como anillo al dedo? Porque debe de haberme producido una pasta... En fin... la realidad es que desde que entró la nueva moneda en nuestras vidas somos un poco más pobres todos, desde los jubilados, a los que las pensiones se les han incrementado una mierda, los funcionarios, cabezas de turco donde ensayar las políticas liberalizadoras, por no hablar de los sufridos autónomos, carne de cañón en las masacres de los impuestos. Petros Márkaris, el escritor griego de novela negra, creador del personaje del comisario Jaritos, en uno de los libros de la serie, cuenta como Grecia y España se ven abocadas a salir del euro y volver a las antiguas monedas, con la consecuente pérdida, brutal, de nivel de vida. Porque hasta esta probabilidad es aterradora. Estamos tan endeudados, dependemos tanto de los demás, que hemos perdido buena parte de la independencia que se le supone a un pueblo soberano. Independencia económica, pero también política. La Comisión Europea, el Banco Central y, sobre todo, la todopoderosa maquinaria alemana, es la que, al final, marca nuestra vida, nuestro destino. Somos incapaces de liberarnos de todas estas influencias, sumiéndonos en la desesperanza, en la mediocridad, en la pobreza física y moral. Ningún gobierno nacional, el nuestro incluido, puede tomar libremente decisiones sin saber que detrás está Europa mirándonos con lupa y saben que al mínimo ‘desviacionismo’, llegará la llamada telefónica de doña Ángela poniendo los puntos sobre las íes y forzando a decir a Zapatero, a Rajoy o a Sánchez que, bueno, «donde dije digo, digo Diego». Estoy seguro de que si gobernase Iglesias, a pesar de toda su prosopopeya, también agacharía la coleta y diría, igualmente, amén. ¿Que no? Recordad la chulería del primer ministro griego (su colega, su amigo) su arrogancia y desparpajo, con toda la historia milenaria de Grecia detrás, que no tuvo más remedio que asumir las leoninas condiciones que le impusieron desde Bruselas. Y chitón, no sea que se enfaden y retroceda aún más el nivel de vida de la población.

Estamos jodidos de no joder y es lo que más nos jode de todo. Los ‘mirlos’ blancos que iban la regenerar la vida nacional se han demostrado incapaces de mantener, minimamente, la ilusión que generaron cuando nacieron. Todo es igual de rancio, de casposo, de predecible. Unos, porque no pueden mantener el engaño sobre su ideología (eran de centro, centro) y cada vez se escoran más a la derecha. Los otros, porque se obsesionan con estupideces (Franco, la República, la Monarquía, detener a la reacción, que no tiene ni puta idea de lo que es: si quiere una lección sobre el tema, que venga a escuchar un día la misa del cura de Vegas) que seguramente tendrían pase y medio en el siglo pasado, pero que ahora carecen de importancia, de trascendencia. En un mundo loco y global son, ciertamente, excusas para no asumir que lo importante lo deciden otros, no nosotros, que lo máximo que podemos hacer es o callar o coger una escopeta y que sea lo que dios quiera. Y para coger una escopeta hace falta tener un valor, unos valores, que ellos no tienen.

¿Qués es eso de querer quitar a Leticia del trono?, ¿estamos locos?; ¿Y a quién pondríamos en su lugar?, ¿a un presidente de la república, feo, progresista y sentimental que sabe que tiene que hacerse rico en sólo cuatro años? Robaría lo impensable y eso no es de recibo. ¡Pobre Leticia, con lo guapa y lista que es!...

Uno, mientras tanto, sigue traduciendo de euros a pesetas y sigue dándose cuenta de que es más pobre que una rata. Salud y anarquía.
Lo más leído