01/12/2022
 Actualizado a 01/12/2022
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En todas las edades de la civilización, los ricos, los pudientes, se iban a dar vueltas por el ancho mundo. Los griegos marchaban a Egipto, los romanos peregrinaban a Grecia para adquirir conocimientos que les quitasen el pelo de la dehesa. Mas acá en el tiempo, los ingleses, dueños de medio planeta, recorrían el sur de Europa, sobre todo Italia y algo menos España, buscando exotismo. En los años sesenta y setenta del pasado siglo, la India se convirtió en El Dorado de la época; allí acudían miles de personas para, sobre todo, encontrar la espiritualidad que occidente había perdido y buscar a Dios. Era normal: tres de las seis religiones más practicadas en el mundo, (el budismo, el hinduismo y el jainismo), nacieron en el subcontinente indio...; por algo será.

El viaje iniciatico... En nuestra cultura, se supone que viajar equivale a adquirir conocimientos que de otra forma sería imposible comprender. Históricamente, ¡claro!, casi nunca fue así. Un tipo que viviese en la Edad Media o en el Renacimiento no pensaría jamás en alejarse a más de cien kilómetros de su pueblo. No se le había perdido nada más allá de esta distancia. Sólo los mercaderes, estilo Marco Polo, o los árabes, se atrevían a ir más allá. Ellos buscaban riquezas, casi nunca conocimientos.

Hoy se da por cierto que viajar te hace más libre, más sabio, más solidario. Viajar logra hacerte ver las cosas con una perspectiva más amplia, alejada siempre de lo raquítico que es ver siempre a las mismas personas, los mismos valles, las mismas montañas.

En esta provincia tenemos la suerte de encontrar gentes, paisajes, comida, bailes y cuentos que no se parecen en nada los unos de los otros y a no más de los cien kilómetros famosos. Un cuento escuchado en el Bierzo se parece poco o nada a uno oído en Riaño; una chanfaina montañesa sólo tiene el mismo nombre que una berciana, pero no saben igual; comprender la forma de hablar de uno de la Cabrera o del bajo Sil es un esfuerzo ímprobo para uno de Vegas y viceversa; el secarral saguntino es tan diferente al maragato que dan ganas de llorar; incluso las montañas, que pertenecen casi todas a la misma cordillera, son tan diferentes que es difícil de asimilar porqué pueden ser tan distintas. Esto, en moderno, lo llaman «diversidad». Hasta antes de ayer, uno de Caín sólo salía de su valle para ir a la mili o a la consulta del médico en Cistierna o en la capital. Y casi siempre volvía. Salir de Valdeón implicaba un esfuerzo considerable y no merecía la pena, o eso creían sus habitantes. Y lo mismo ocurría en los Ancares o en Laciana, o en los Argüellos. Toda esta gente trabajó toda la vida para sobrevivir, nada más..., y nada menos. De los pueblos se iban, invariablemente, los que estudiaban para curas y cuatro trastornados que no tenían dónde caerse muertos y se arriesgaban, incluso, a cruzar el océano e intentar hacer ‘las américas’.

Uno no sabe, con la que está cayendo en el mundo, si volveremos o no a esa forma de vida. Da miedo pensar que será así, pero no depende de nosotros: estamos a la merced de la Otan, de Putin, de los chinos y a la madre que los parió a todos. Einstein dijo que la siguiente guerra en la que lucharían los hombres después del holocausto, lo harían con piedras y con palos, y ¡cómo no va a tener razón Einstein! Si llegara el caso (Dios no lo quiera), los leoneses estaríamos mucho mejor preparados para sobrevivir que un madrileño o un parisino. Tenemos la suerte de haber nacido en un sitio con una naturaleza exuberante, que nos proporciona mucho más que lo que necesitamos, a poco que lo busquemos.

Todo esto lo cuento porque mi amigo, el australiano, me dejó bien claro el jueves pasado que él no estaba de vacaciones: estaba de viaje. Como tiene razón, porque la tiene, no me queda más remedio que hacer este artículo. Si llegan a ser vacaciones y no un viaje, se hubiera ido, pongo por caso, a Marbella o a Benidorm, dónde follaría seguro y la cosa le saldría mucho más barata. Cuando venga del viaje, seguramente será más sabio que cuando se fue, tendrá el ánimo más calmado que cuando se fue y habrá aprendido, en primera persona del singular, que todo aquello es precioso, maravilloso y distinto; que las gentes que allí viven se parecen (en su manera de ser, de pensar, de comer o de mamarse), a nosotros como se parecen un huevo y una castaña; que también tienen una suerte enorme de vivir dónde viven y que están enamorados de su país y de sus costumbres igual que nosotros. Pero, al mismo tiempo, lo hacen peor que nosotros: son hijos de los anglosajones, lo que implica una tara de nacimiento. Es volver siempre a lo que decían nuestras abuelas cuando, por ejemplo, uno buscaba novia en el culo del mundo: «Quién lejos va a casar, va ‘engañao’ o va a engañar». ¿Para que ir tan lejos, con el trabajo que cuesta? Y, por fin, la frase con la que ellas, las ‘güelas’, terminaban con toda discusión: «Como en casa, en ningún sitio». Salud y anarquía.
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