david-rubio-webb.jpg

Viaje al fin de la noche

26/02/2023
 Actualizado a 26/02/2023
Guardar
Todas las noches del invierno leonés parecen de confinamiento. El frío hace el aire más pesado y el silencio más denso. La helada impone su propio toque de queda, con la diferencia de que ya no dan envidia quienes pasean a sus perros, sino más bien todo lo contrario. Sales del portal y recibes algo parecido a una descarga eléctrica, así que por fin entiendes por qué aquí no pasan de moda los abrigos de visón. Hasta las sombras parecen encogerse sobre sí mismas. Suenan escapes en la distancia, ahogándose, como si rugieran dentro de un congelador, y resulta inevitable apiadarse de los repartidores. Si tienes la paciencia suficiente, si tu termostato interno te lo permite, puedes ver cómo va creciendo la capa de hielo sobre los charcos y sobre los coches, abrasando las hojas que aún resisten en los árboles, como etiquetas olvidadas, y la hierba endurecida de los parques. Las estrellas zanjan la vieja discusión de los veraneantes sobre si tililan o titilan, más propia de las noches cálidas, porque en esta época parece que, como todo lo demás, simplemente tiritan.

Las noches del invierno leonés tienen su propio olor y su propia banda sonora. Un picor rancio en la garganta obliga a recordar la vieja fábrica con avenida propia, ese tufo tan característico y cada vez más difuso que, algunas madrugadas, aún sigue cubriendo la ciudad entera. ¿De qué tamaño será la olla en la que cuecen los antibióticos? ¿Los cuecen o los enriquecen? Más fácil resulta imaginar el destino de los trenes, cuyo sonido metálico debería ser también patrimonio inmaterial de esta tierra. Su traqueteo en la distancia arrulla los sueños, te siembra dudas sobre si de verdad es lo que parece o simplemente te estás durmiendo, hasta que el pitido de la locomotora las despeja todas. ¿A quién avisará? ¿De qué?

No se puede entender la historia de León sin el ferrocarril. Hasta un barrio, el más ferroviario de todos, toma su nombre del cruce de las líneas. Sin llegar a la conciencia de clase de los mineros, que demasiado a menudo hicieron de menos al resto de los trabajadores, pero con la misma sobredosis de melancolía, la de ferroviario es también una profesión que nunca se abandona del todo, una herencia que pasa de generación en generación y de la que presumen hijos y nietos aunque no se dediquen a nada parecido. Fueron dos profesiones estrechamente relacionadas con esta provincia, estrechamente relacionadas entre sí, dos más para nuestro extenso catálogo de oficios perdidos.

Pese a la histórica importancia del tren por estas coordenadas, León perdió uno de sus cuatro puntos cardinales ferroviarios en 1990, cuando se abandonó definitivamente el tren que recorría la Ruta de Plata. Recuperar ese trazado, como ahora asegura estudiar la ministra del ramo (en época electoral pasa lo mismo que cuando la policía no tiene ni idea de lo que ha pasado: no se descarta ninguna hipótesis), daría algo de coherencia a los discursos que prometen descentralización. En cambio, nuestra experiencia, todo lo que ha sucedido últimamente, nos invita a ser reivindicativos, siempre, qué remedio, aunque sin demasiadas ambiciones: más bien para intentar que no nos quiten lo que nos queda. Desde que empezara a crecer la maleza por la Vía de la Plata son tantas y tan bochornosas las decisiones que se han tomado en torno a las infraestructuras ferroviarias de esta provincia que hacer un recuento supone algo así como inventariar víctimas. Hasta la llegada del AVE, que sin duda es lo único positivo que nos ha aportado el sector, tiene sus numerosas lagunas en forma de vía única entre León y Palencia, sistemas de seguridad de media gama que hacen que la alta velocidad no sea todo lo alta que debería, fondo de saco semisolucionado, semisoterramiento como patada a seguir y un pueblo levantado en armas porque no quiere que las vías lo bauticen como Trobajo del Este y Trobajo del Oeste. Como puntilla más reciente, los descuentos con los que el Gobierno asegura luchar contra el cambio climático y la crisis económica, que según ellos en realidad no existe, llegan sólo hasta Valladolid, otro claro ejemplo de que no hay ninguna España vacía sino una España vacilada. Repitan conmigo: Yo te descentralizo, tú me descentralizas, nosotros nos descentralizamos, vosotros os piráis, ellos se ríen.

Todo eso sin entrar en lo que un buen leonés definiría a la hora del vino como «pijadinas sin importancia»: Feve, línea abandonada por gobiernos de todos los colores pese a que se han invertido cantidades ingentes de dinero (tanto que la Audiencia Nacional determinó que algunos contratos eran «contrarios al interés público) o la Variante de Pajares, obra que entregaron esta misma semana después de 20 años y 3.800 millones.

La lista de agravios sería para celebrar varios juicios sumarísimos. Los leoneses podemos decir a cualquier español que se muestre ofendidito por las obras ferroviarias que no sólo vemos su ofensa, sino que se la doblamos. En cambio, las añoradas dimisiones llegan por una chapuza en Asturias y Cantabria que no alcanza ni siquiera la décima parte de las catástrofes económica, medioambiental y social que hemos padecido aquí en materia ferroviaria. Da la risa, aunque sea amarga, pensar en lo que habría pasado de haber sido Madrid el lugar donde no cabían los trenes por los túneles. Comprobar por enésima vez que en otras partes se considera un escándalo lo que aquí es prácticamente un hábito nos deja de nuevo la sensación de que quedamos al margen de todas las estrategias electorales y que no le importamos nada a nadie, en especial a nuestros propios políticos, que han declinado ser reivindicativos por el futuro de sus votantes a cambio de seguir trepando en sus trayectorias personales, como por otra parte ya deberíamos saber hace mucho tiempo.

Así que, en las noches del invierno y en todas las demás, aunque nos sobre silencio, si escuchas pasar trenes probablemente estés soñando.
Lo más leído