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Vestidos de domingueros

29/01/2023
 Actualizado a 29/01/2023
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Cualquier leonés que se precie guarda el recuerdo, como si fuera uno de los momentos estelares de su vida, de una comilona especialmente prestosa en cualquier rincón perdido de la provincia. Aunque quizá no lleguemos al nivel de las fartucadas asturianas, sí cumplimos los mismos estándares en cuanto a triglicéridos y los superamos holgadamente en cuanto a ahumados. La gastronomía leonesa no sólo se ha convertido «en la mejor embajadora de esta tierra», como repiten desde hace años los políticos en sus discursos (suelen añadir para completar la cursilería que es «un pilar fundamental de nuestra economía» y/o «la mejor herramienta para fijar población en el medio rural»), sino también en lo primero que los emigrados buscan cuando regresan por vacaciones, algo que se podría definir como nostalgia tripera.

Comer el domingo en un buen restaurante era antes un privilegio de las clases pudientes y bien vestidas, pero ahora, por mucho que se dispare la inflación, se va transformando en costumbre nacional, y eso que el tan nombrado Estado del Bienestar sigue llenando todavía muchas más bocas que barrigas. En el caso de León, de tan variada como resulta esta provincia, salir a comer fuera (qué gran expresión) se puede combinar con rutas a pie por parajes poco menos que soñados, recorridos por carretas fascinantes, visitas a pueblos pintorescos y, según la comarca que se elija, incluso viajes en el tiempo. Cuando es verano porque hace bueno, cuando es invierno porque hay nieve, cuando es otoño por los colores imposibles del bosque y cuando es primavera por la pubertad de la naturaleza, cada fin de semana los leoneses salen a disfrutar del paisaje que, en su ingenuidad, creen que les pertenece, aunque sólo sea sentimentalmente. El resultado es una turba de familias que sólo parecen acordarse de ser felices en las redes sociales y que, al cruzártelas, te quedas con la sensación de haberte colado entre los maniquíes del Decathlon luciendo las últimas tendencias de la temporada. Hemos dejado de vestirnos de domingo para vestirnos directamente de domingueros.

El pasado domingo, en este periódico, Fulgencio Fernández alertaba de la oleada de cierres de restaurantes por la montaña central leonesa, habitual destino del domingueo leonés en las cuatro estaciones del año. Desaparecen las fondas y los mesones que, como todo lo demás, no encuentran el relevo generacional, con lo que se pierde un patrimonio que pasaba de material a inmaterial a través del aparato digestivo (por no ponerme demasiado escatológico, no diré que pasaba de sólido a líquido y luego a gas). La consecuencia es que, desde hace algún tiempo, resulta difícil conseguir mesa los fines de semana en los restaurantes que aún resisten abiertos, así que, como con las ropas, terminaremos todos vistiendo lo mismo, haciendo lo mismo y comiendo lo mismo en ese gran comedero que se ha convertido en la principal industria de la montaña, en el que antes que la barriga se te llenan los ojos al contemplar a tu alrededor una completa exhibición de anatomía porcina.

Los leoneses disfrutan de su provincia cada cual a su manera, unos caminando por el monte antes para sentir que se merecen el cocido después y, otros, sin hacer más rutas que desde su coche hasta el restaurante. Poder disfrutar de paisajes como los que tenemos a tiro de piedra es uno los motivos que hacen de esta provincia un lugar especialmente privilegiado. Hace poco lo destacó el mismísimo presidente del Gobierno en Fitur, esa feria de turismo cuya moqueta hace que caminar 100 metros canse tanto como una etapa entera del Camino de Santiago, en la que nuestros políticos se dejan atracar (parece que es un pecado no estar, pero de todos modos pagan con nuestro dinero) a cambio de hacer lo mismo que en realidad se pasan haciendo el resto del año: fotos. Allí Pedro Sánchez destacó que la montaña leonesa haya conseguido el título de Sistema Importante del Patrimonio Agrícola Mundial que concede la Unesco a través de la FAO, distinción que en principio no aporta dinero (tampoco restricciones) pero llama a la esperanza porque, bien desarrollada, podría aportar el cambio que necesita el territorio para revertir la tendencia que, en su última expresión, se manifiesta con el cierre de mesones y fondas.

El problema es que unos días después, mientras sacaba los colores a la derecha y a la ultraderecha en el Congreso haciéndoles explotar en la cara sus evidentes contradicciones, el presidente del Gobierno coló dentro un decreto ley especialmente variopinto (se incluían desde medidas de respuesta a la crisis generada por la guerra de Ucrania a la reconstrucción de la isla de La Palma) el anuncio de que las compañías energéticas ya no tendrán que pasar la declaración de impacto ambiental para sus megaproyectos eólicos o solares. Las comunidades autónomas, que eran las que hasta ahora concedían esas autorizaciones, estaban preguntando cómo actuar ante el aluvión de solicitudes que, aquí, amenazan con hacer de la provincia otra vez algo así como una colonia energética, y el Gobierno, con la previsible sumisión de los diputados socialistas por León, zanja el debate territorial diciéndoles que se quiten del medio. La vieja máxima de la política que reza «que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha», en su versión más despiadada, amenaza ahora con terminar con nuestro paisaje, lo único que nos queda, lo único que nos premian, lo único que pensábamos que no nos podían quitar. Va a haber que ir preparando bocadillos y fiambreras (supongo que también serán todas iguales y compradas en el mismo sitio) para sentarse a disfrutar de la comida de los domingos apoyados en algún molino o a la sombra de un panel solar.
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