Veredicto

A través de un monólogo interior, la narradora se introduce en la mente de una persona a quien acaban de dar una mala noticia, asistiendo con ansiedad, como lectores, a esos momentos de desesperación

Elba Casado
29/07/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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No, no la pronuncie. Continúe dando rodeos, por favor. Deme un atisbo de esperanza. Calle o siga, pero que su boca no pronuncie esa palabra. ¡Míreme! Pero no ve que mi cuerpo está paralizado, a punto de desmoronarse. Mi oportunidad de vida depende sólo de las palabras que salgan de sus labios. Dígame que todo está bien. Acabemos con esto. Usted sigue con sus pacientes y yo con mi vida. Usted no sabe, ni se imagina que mañana será para mí un gran día. Mañana recuperaré las riendas perdidas después de un tiempo de calamidades sumido en el fracaso.

Continúa leyendo en voz alta ese maldito informe incomprensible del que depende mi aliento. Cada palabra me quema: marcadores, leucocitos, glóbulos, sarcoma… ¡Dígame de una vez que esa maldita masa que localizó en la última revisión es benigna! Esto es inhumano. Este trance es agónico, el corazón me golpea el pecho y en cada latido la sangre huye de mis venas.

Era una simple revisión rutinaria sin importancia. Sólo me encontraba un poco cansado y es por el agotamiento de estos últimos meses. Dicen que la angustia hace brotar las enfermedades y la mía ha sido supina.

Te extraño tanto, mamá. Cada vez que pienso en ti me derrumbo. ¡Cuánta falta me haces! Y luego lo de Carmen, ese matrimonio abocado al fracaso. Siempre me dijiste que era una interesada, que sólo estaba conmigo por mi posición, que me anduviera con cuidado. Y, como siempre, tenías razón. Solo tardó tres meses en dejarme, después del embargo de la empresa. Dicen que el amor desaparece con las penurias. Pero parecía quererme como yo a ella.

El olor a medicina de esta aséptica sala me marea. Me ahogo. Deme el diagnóstico por favor, necesito respirar. O quizá no. Mejor, demórese. ¡Qué perdure este momento! Mientras no pronuncie el veredicto habrá un rayo de esperanza. Estoy temblando. No puedo permitirme estar enfermo. Ahora no. Mañana empiezo una nueva vida.

Todo en la sala de consulta permanece ajeno a mi agonía. Me golpea la frialdad de este lugar donde cada objeto muestra su absoluta indiferencia. La sangre huye de mi rostro y mis ojos se extravían en el vacío. Alcanzo a ver un árbol tras la ventana que balancea sensualmente sus ramas. Respiro. Usted ha dejado de hablar. Ahora el silencio. El choque metálico de sus lentes, al caer sobre la mesa, me devuelve a la desesperada realidad. Levanta la vista, desde el informe hasta mi rostro, lentamente.

De nuevo el silencio, salvo el sonido de mi saliva infiltrándose en mi garganta. Olfateo la desgracia. Su rostro evidencia mi presagio. Sus labios se aprietan, respira y sale de su boca un lo siento. Dice metástasis.

Quimioterapia, radioterapia y un tratamiento experimental son mi único horizonte. Tengo la boca horriblemente seca, la saliva no logra atravesar mi garganta y una afilada daga parece quebrarme el alma retorciendo mi cuerpo. Tengo que guardar la compostura. Soy fuerte. ¡Qué cojones voy a ser fuerte! Quiero gritar, llorar y patalear como un niño. Esto no me puede estar ocurriendo a mí. ¡Ahora no! No es el momento. Sé que nunca lo es, pero ahora, precisamente ahora, hoy no. La sala se ha ensombrecido, creo que son mis ojos los que no vislumbran con la misma nitidez. Este es mi negro presente y mi futuro pende de un tratamiento experimental, una humilde esperanza. ¡No puede ser! Estoy hundido, sin fuerzas, no veo nada, sólo negrura.

¿Qué hago ahora? Usted sigue hablando pero hace minutos que no le escucho. ¡Metástasis! Necesito unos brazos que me reconforten, una voz afectuosa que me aliente.

Siento las manos de mi madre acariciando mi pelo, consolando mis penas con su mágica voz y susurrando en mi oído «tranquilo cariño, todo pasará». ¡Mamá cuánto te extraño! ¡Por qué te fuiste tan pronto! ¡Metástasis! Pero, ¿cómo me lo puede decir así? ¡No se da cuenta de que me está anunciando mi sentencia de muerte! Yo aún no me puedo morir. Para usted soy sólo uno más, un informe desfavorable. Hoy se irá a su casa, imagino que cenará con su familia, y comentará lo dura que ha sido la jornada, pero para usted mañana será otro día. Para mí ya no.
El árbol sigue agitando sus ramas, la primavera está brotando en él ¡Qué ironía! Él ha muerto para renacer, tiene otra oportunidad de vida. ¡Quiero gritar mi angustia! ¿Por qué ahora? ¿Por qué a mí? Esto es demencial. ¡Qué mala suerte la mía! ¡Metástasis! ¡Está escrito mi final!
No, no, no puede ser, no puede ser real. ¿Cómo me voy a morir? ¡Me queda tanto por hacer y aún no he sido feliz! Sí, en mi infancia lo fui, vuelvo a ella y me invade un aroma dulce con sabor a miel.

¡Pero si sólo me sentía un poco cansado!

Su palmada en mi hombro me retorna al presente. ¡Por fin un gesto compasivo! ¿Cómo agradecerlo? No puedo, los músculos de mi cara permanecen inmóviles. La copia de mi sentencia está ahora entre mis manos.

Mañana iba a cambiar mi vida. ¡Puesto de ingeniero jefe, ni más ni menos! Carmen tal vez estará ahora lamentándose por haberme dejado. ¡Quizá podría recuperarla! Pero ahora, ahora qué importa todo eso… ¡Qué absurdo todo! Ahora entiendo que todo es banal, salvo una cosa: vivir. Vivir aunque sólo sea para respirar.

Ha comenzado el tormento. Vislumbro mi final. Mi todavía negro cabello se irá desmembrando, mi piel se irá secando en mis huesos, me consumiré lentamente mientras me aferro a la nada, esperando un milagro.

Vivir sufriendo. Torturado. Sufrir para morir. ¡Me muero y apenas he vivido! Ya no disfrutaré de esta primavera que está floreciendo.
¡Cómo ansío la suerte de ese árbol!

Relato del Taller de composición que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León (Campus de Ponferrada)
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