26/09/2021
 Actualizado a 26/09/2021
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Alguien leerá en el futuro lo que escribimos ahora. Tal vez será condescendiente, igual que nosotros con un texto del pasado cuando pensamos en las circunstancias históricas y personales de quien lo redactó. O quizá se preguntará por qué nos enfrascábamos en tonterías mientras apenas prestábamos atención a lo importante. O acaso se perderá entre palabras extintas, modismos y guiños que murieron con el último que pudo captarlos.

Lo que está claro es que tendrá muchísimo material para examinar. Porque estamos en una época de verborrea. Ni por un momento descansa la producción de ideas, argumentos, rebatimientos y demás profusiones de palabras. Lo cual deja un rastro mucho más amplio de nosotros, pero también más lamentable.

Es interesante comprobar cómo ante un fallecimiento o un suceso trágico se escarba en los textos que dejaron las personas implicadas. Un comentario en una red social, una carta al director en un periódico, un whatsapp enviado a un grupo… Cualquier material sirve para analizar la personalidad, ofrecer un retrato íntimo. «Seguidor acérrimo de la Cultural y Deportiva Leonesa, coleccionista de abanicos, aficionado a los toros y admirador de Pol Pot»: por si no fuera poco perder la vida en un accidente de aviación o lo que toque, los muertos de ahora tienen que soportar cómo se les inmortaliza con lo que se encuentra de ellos en internet. Nunca aparece nada sobre lo que pensaban del amor o si creían en el Más Allá y, en caso afirmativo, están revolviéndose en las tumbas al comprobar en sus carnes corruptas cómo se les saca de contexto.

Al dejar por escrito lo primero que se nos pasa por la cabeza ayudamos, antes que nada, a los departamentos de recursos humanos que descartan candidatos en los procesos de selección de personal. A continuación, a los cotillas que queremos fisgonear levemente en las cabezas ajenas. Y a nadie más. Porque no parece que insultar en redes sociales proporcione ninguna ventaja. Pero se sigue haciendo, seguramente por no querer darse cuenta de las consecuencias que tiene. Las palabras pesan y son muy difíciles de borrar.

En el Festival de Cine de San Sebastián, que terminó ayer, concursaba una película, ‘Arthur Rambo’ que iba de esto mismo: cómo las frases que dijimos nos persiguen. Da igual que lo hiciésemos borrachos o tristes por la muerte de nuestra abuela: ahí seguirán toda la eternidad. ¿Pero qué dicen realmente de nosotros nuestros escritos? ¿Son una fuente fiable (e interpretable) de conocimiento? ¿Expresa más lo que contamos o lo que ocultamos? Ante tales preguntas hay que recuperar la famosa entrada de los diarios de Franz Kafka en un momento trascendental: «2 de agosto de 1914. Alemania le ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar».
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