Veranos que educan: Matar a un ruiseñor

Por Ángel Suárez Corrons

Ángel Suárez Corrons
02/09/2021
 Actualizado a 09/09/2021
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El verano toca a su fin. Por si la vuelta al trabajo y a la rutina no nos lo hubieran dejado claro, las nubes y la lluvia nos pintan de melancolía este inicio de septiembre. Es hora de hablar de un verano un poco más serio que el de la semana pasada. De un par de ellos, para ser exactos, los que nos muestra Robert Mulligan en la genial ‘Matar un ruiseñor’, basada en la novela homónima de Harper Lee, que ganó el Pulitzer en 1960, perfectamente adaptada al cine por el guionista Horton Foote.

Como quien empezase a contar un cuento, una voz en off de mujer nos dispondrá a escuchar algo que ocurrió durante su infancia en un pequeño pueblo del sur de los EEUU, algo que, evidentemente, la marcó. La mirada de esta niña de 6 años, Scout Finch (Mary Badham), junto con la de su hermano Jem, de 10, (Phillip Alford) y la de su amigo Tití (John Megna), nos guiará durante todo el film, hasta el punto de que sus descubrimientos, sus sorpresas y sus disgustos no sólo serán los nuestros, sino que constituirán, en mi opinión, el verdadero tema de la película, en la medida en que el espectador averigua que son los que les han convertido en adultos.

Scout y Jem son hijos de Atticus Finch (Gregory Peck), un abogado de pueblo, viudo, que ejerce su profesión en medio de las dificultades de la Gran Depresión – estamos en 1932 – y que saca adelante a sus hijos con la ayuda de una criada negra. Pronto se le pedirá que asista como abogado de oficio a un hombre acusado de abusar de una chica. Atticus asume la defensa a pesar de las dificultades del proceso y de las consecuencias sociales que ello pueda acarrear tanto para él como para sus hijos: el acusado es negro y la víctima del abuso es una chica blanca.

Los niños perciben las tensiones, son testigos de todo, incluso del propio juicio, pero desde su inocente punto de vista el problema se encuentra al mismo nivel que otros más propios del verano infantil, como la presencia en una casa cercana de un deficiente mental al que nunca han llegado a ver, el terrorífico Boo Radley (Robert Duvall). Ambas historias, la judicial y la del misterioso vecino, marcarán la maduración de Scout.

Cada secuencia, hasta el desenlace de la película, es un paso adelante en el crecimiento de Scout, Jem y Tití. En ello colaboran activamente Calpurnia (Estelle Evans), la criada negra, cargada de autoridad para abroncar a Scout por avergonzar a un niño por sus modales en la mesa; o Maudie Atkinson (Rosemary Murphy), la entrañable amiga de la familia, que trata de explicar a Jem el papel de su padre en el caso Robinson: "Algunos hombres en este mundo nacen para hacer los trabajos duros por nosotros... tu padre es uno de ellos".

Pero sobre todo, el crecimiento moral de los niños se deberá a Atticus. No es sólo un padre que insiste en leer con sus hijos cada noche. Cada una de sus actuaciones es una lección de vida, de esas que se graban en la mente de los niños, y una lección de valores: la humildad, en la escena en la que dispara al perro rabioso; el respeto, cuando uno de los clientes de Atticus se ve obligado a pagarle con los productos que cultiva; la tolerancia, frente a los prejuiciosos vecinos que le afean ejercer la defensa de Tom Robinson; el rechazo de la violencia, ante las provocaciones del padre de la chica presuntamente abusada; la amabilidad, con la antipática vecina de los Finch; la integridad, en el ejercicio de la abogacía; la valentía, en la gloriosa escena en la que se sienta a leer ante la celda de Tom Robinson para evitar el linchamiento; la aceptación del fracaso, la empatía... La interpretación de Gregory Peck, neutra, estoica, marcada siempre por su imponente presencia, encarna cada uno de esos valores de una forma extraordinaria. Francisco Nieto y Francisco J. Fernández lo explican mejor que yo en su libro "Imágenes y Justicia", quizá el mejor que se haya publicado en español sobre cine jurídico.

Atticus es, desde luego, el abogado que todos los que ejercemos la profesión hemos querido ser, me atrevería a decir que está en el origen de un montón de vocaciones de toda una generación. Pero por encima de ello Atticus es un modelo de educador, porque «Matar un ruiseñor» no es una película judicial, no veremos una exhibición probatoria, ni habrá testigos sorpresa, el proceso ni siquiera ocupa la parte principal del metraje. Estamos ante una película sobre la educación. Sobre cómo la actitud de un padre determina la de los hijos, sobre cómo se les debe hablar, sin metáforas ni edulcorantes, sino como a personas en proceso de descubrir.

Robert Mulligan trata el tema de la infancia de una forma magistral. Por un lado muestra los hechos con una realización funcional, sencilla, natural, en planos de tres cuartos (el llamado plano americano para una película que también trata sobre la historia americana), y limitando hasta el extremo los primeros planos, porque la carga emocional debe estar en la mirada de los niños y no en la de la propia trama. Por otro lado, utiliza sin exceso la mirada poética, infantil: las ramas de los árboles, los planos en los que interviene Boo Radley, que evocan claramente el Frankenstein de Boris Karloff, el tesoro que los niños encuentran en el hueco del árbol frente a la casa de Boo. Esta segunda parte, la poética, es la que enfatiza la maravillosa banda sonora de Elmer Bernstein.

"Matar a un ruiseñor" pertenece a ese reducido número de películas sobre las que escribir impone. Siempre se corre el riesgo quedarse corto ante la magnitud de la obra, o de excederse tratando de transmitir la emoción del celuloide. Escribir sobre ella sólo puede tener el fin de despertar en el lector las ganas de verla. Ojalá lo consiga, porque es una de esas obras que nos animan a ser mejores personas, que nos recuerdan, en medio de esta época oscura, que lo que en realidad amamos es la bondad y la belleza.


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