Veranos de La Vecilla

Por Agustín Berrueta

Agustín Berrueta
17/08/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Durante la década de los años 60, cuando apenas era un adolescente y me peinaba a raya, y la de los 70, cuando me dejé el pelo largo y soñaba con ser una rocanrol estar, pasé los meses de verano en La Vecilla en compañía de mi familia y otros animales. En compañía de mi familia y de un montón de jóvenes veraneantes que, como mis hermanos y yo, daban rienda suelta a las hormonas reprimidas durante los diez largos meses de encierro en la ciudad. La mayor parte de nosotros aprendimos a montar en bici por las calles de La Vecilla, a nadar en las aguas del río Curueño y a ligar en las romerías de los pueblos de alrededor; fumamos nuestro primer cigarro, bebimos nuestro primer cubata (y algunos lo vomitamos, con perdón), subimos a una montaña sagrada y tuvimos avistamientos en la tercera fase (o lo que fuera aquello que brillaba tanto y giraba en el cielo volviendo de la fiesta de Campohermoso).

Los que hemos veraneado en La Vecilla, da igual que haya sido un verano que veinte, tenemos alguna aventura que contar, muy parecidas casi todas, cierto, pero ya se sabe que las mismas anécdotas, contadas por diferentes personas, parecen historias diferentes. Porque todos hemos visto cosas que otros nunca creerían. Por ejemplo, no sé qué nos pareció más raro un verano de hace 50 años, ver a un buzo dando saltitos sobre la Luna (después de todo ya lo habían hecho antes Tintín, Haddock y Hernández y Fernández), que un beatle nos contara su boda en Gibraltar y la luna de miel con luz y taquígrafos o escuchar a Pío echar «catravanvanvandix más dix más» a los pares con dos pitos de postre.

Por todo aquel esplendor en la hierba, aunque hayan pasado los veranos y los años de juventud, seguimos reuniéndonos un día de agosto tal como hoy a comer y a beber, a cantar y a brindar por los que ya no están y por los que aún estamos (aunque algunos ya no tengamos pelo para peinarnos a raya) y, sobre todo, a recordar; a mirarnos a los ojos y recordarnos lo afortunados que fuimos, y que ya siempre lo seremos.

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