21/08/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Los reconoceréis porque sus retoños van en bici y con casco. Llevan bermudas, gafas de sol, camisetas de tirantes, protección solar de +50, kaftán con borlas de colores y pamela de paja. No tienen marcas de la manga corta de la camisa en mitad del brazo y su moreno es uniforme, de modo que el primer día que llegan están rojos y el día que se van parecen puertorriqueños. Sabréis de ellos porque en el bar piden ‘destornilladores’, ‘marianitos’ y ‘zuritos’. Se manifiestan al caer la tarde para quejarse del olor a purín, cuchu, abono, mierda o caca de vaca. Demuestran sentir emociones fuertes cuando se encuentran con un perro sin correa en la plaza, esa a la que salen a tomar el fresco después de cenar con una cazadora de plumas demostrando que su supervivencia no iría más allá de una noche de enero. Son precavidos y llegan a la piscina con grandes bolsas que aun así parecen pequeñas para todo lo que sacan de ellas: gafas de bucear, cuatro bañadores diferentes, dos toallas por barba, flotador de unicornio, colchoneta de sandía, manguitos de Frozen y churro. Se meten con todo al agua y cuando salen las mejores tumbonas son las suyas. Aparcan atravesado en la calle y buscando la sombra, haciendo alarde de su libertad después de todo un invierno pagando zona azul y parking. No hay día que les despierten las gallinas, o les pites, o los gallos, y que no lo comenten en la calle sacando pecho de que ellos eso no lo denuncian porque «no son de esos, oh». Se regocijan con las programaciones de las semanas culturales, flipan con la tapa y disfrutan de un orgasmo cuando la vecina les da una docena de huevos y una bolsa de filetes. Son veraneantes, forasteros, abominables hombres de la costa del adobe. Esos que siempre se preguntan cómo es posible sobrevivir un invierno entero en el pueblo sin morir en el intento. «Porque el verano solo dura dos meses».
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