11/11/2020
 Actualizado a 11/11/2020
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Nos habíamos quedado a dormir en casa de mi abuela, mi primo Juanín y yo. En casa de mi abuela los toques de queda apenas tenían efectividad. Con ella era fácil llegar a acuerdos y secretos. Mi abuelo no se enteraba. Dormía con la radio puesta. Yo no había cumplido los once años y, exceptuando los fuegos artificiales del Cristo, iba a ser la primera noche que estaba levantado más allá de medianoche. También la primera vez que trasnochaba para aguardar noticias de los Estados Unidos de Norteamérica. Estábamos emocionados, felices, nerviosos. Imposible no sonreír al recordarlo. Fue la noche del 8 al 9 de agosto de 1984 y el motivo: la semifinal de baloncesto en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. España ganó a Yugoslavia. El partido se prolongó más allá de las tres de la madrugada. No sé qué nos hizo más felices, si la victoria o mirar el reloj y pellizcarnos. No era un sueño.

No sería la última noche que alteraba mi sueño por sucesos acaecidos en USA. Dos días después, España jugó contra la selección anfitriona la final olímpica. El partido comenzó a las 4:00 hora española. Nos levantamos para verlo y, aunque no conservo la imagen, probablemente vimos amanecer. Poco nos importaba el resultado.

No he vuelto a quedar en vela por ningún acontecimiento de este lejano país, salvo, obviamente, que lo estuvieran poniendo por la tele en un bar. Eso sí, le cogí el gusto a trasnochar, a los amaneceres y a esperar un milagro que, como cantaban Los Ronaldos, ¡Tiene que llegar! ¡Tiene que llegar!

Rescato esta memoria de una infancia feliz por el asombro –nivel «yo ya no entiendo nada de este mundo»–, que me ha provocado el interés con el que multitudes por estos lares han seguido la jornada electoral y el escrutinio de los EEUU. Fotos y estados en las redes sociales dando fe de que ahí estaban, al pie del cañón, café en mano, viendo la CNN o similares, como si de la noche de los Oscar se tratara, para saber en tiempo real, pese a la diferencia horaria, quién sería el elegido. Qué modernos, qué cívicos, qué enterados. Si el motivo –alegarán– es la influencia que esa elección pueda tener en nuestras vidas, más les valdría seguir los Congresos Nacionales del Partido Comunista de China. Lástima que no los televisen, pero mucho peor, que yo ya no ande de noche por los bares.

Y la semana que viene, hablaremos de León. Y qué viva San Martín.
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