imagen-159544846.jpg

Veinticinco pesetas para siete

04/12/2022
 Actualizado a 04/12/2022
Guardar
Mi padre era minero. En su casa hay una carpeta de cartón azul que, sin abrirla, ya se intuye que contiene algo digno de respeto. Hay objetos que rezuman el valor de lo que esconden.Y dentro, decenas y decenas de nóminas exquisitamente ordenadas una sobre otra, como tiempo depositado en láminas, que permite levantarlo retrocediendo mes a mes, por calendarios de otro siglo. En ellas no hay festivos, solo días laborables, jornales a destajo, recuento de vagones y pesetas. Muchos vagones, pocas pesetas y una vida laboral durmiendo en finos estratos sepia, ese tono que tiñe todo lo que es pasado. He seleccionado la nómina cobrada tal día como hoy, hace sesenta años, en la mina de Prado de la Guzpeña, cuya foto acompañará esta columna en su formato de papel.

Tal día como hoy, hace seis décadas, un minero ganaba 44 pesetas al día. Un salario de poco más de mil pesetas que solo crecía brazada a brazada, vagón a vagón y palada a palada. Hay que sujetar las emociones a medida que recorres la nómina y descubres el secreto del padre que aparecía a media tarde con puñados de moras y avellanas, disfrazando la vida de festivo antes del reencuentro con sus hijos: ganaba justo el doble de los jornales a destajo que de sueldo. Esa tinta desgastada delata lo poco que pudieron dedicarse a la holganza aquellos hombres de las tinieblas que robaban tiempo al tiempo porque llenar otra vagoneta suponía sumarle veinticinco pesetas al jornal, antes de saludar al sol de la tarde y desandar los montes, rumbo a casa. Pero, sobre todo, emociona las veces que aparece la palabra ‘equipo’ en una nómina escrita a mano. Sólo hay que hacer cuentas para ver que eran siete los que formaban su cuadrilla, que aquel mes se repartieron quince mil pesetas por los casi novecientos vagones que produjeron. Y con ese detalle te das cuenta de repente de que nunca viste a un minero solo. Los mineros eran racimos humanos y cuando uno caía, todos estaban en peligro.

Esas nóminas delatan la injusticia, la extenuante labor de los mineros extrayendo de las entrañas de la tierra el oro negro que tiraba de la economía del país. Veinticinco pesetas la vagoneta, a repartir entre siete, mientras allá afuera la prosperidad nacía a borbotones alrededor de las minas, cuya riqueza escapaba en locomotoras que bramaban ‘progreso’ y regresaban vacías, en busca de más riqueza, que ellos seguían arrancando a los túneles ciegos y asfixiantes. Por veinticinco pesetas. Por desgracia, esas nóminas también esconden historias en blanco y negro salpicadas de rojo, que los padres nos ocultaban a los niños, no fuéramos a enterarnos de que la oscuridad, la muerte y el miedo eran sus compañeros de trabajo. Mejor haber crecido creyendo que lo rojo de sus manos era el jugo de las moras que atropaba en el camino de regreso. Que las palabras explosión, grisú, derrumbe, escape o metano sólo eran cosas del argot minero. Que los catorce de Casetas, los seis de tal pozo y los cuántos de aquel otro, eran un recuento extraño en el que solo se decía el número, dejando la palabra ‘muertos’ en el aire. Mejor no haber entendido tantas historias de pueblos llorando las mismas muertes y comarcas rumiando la misma pena.

Cuántos secretos descubiertos a destiempo, los de aquellos hombres que, dejando el miedo en casa junto a las alpargatas y el mechero, cruzaban en cuadrillas montes y caminos, perdiéndose bajo tierra antes de que el sol naciera, alargando su noche, hasta la próxima tarde. Racimos humanos que trabajaban y morían juntos, silenciaban el mismo miedo y dependían de ellos mismos. De que el pico de uno o la barrena del otro no provocasen la chispa de la muerte, que el entibador techara bien el peligro y las tinieblas quedasen bien apuntaladas porque allí, al lado, el ramplero recién contratado aún no había tenido tiempo de cumplir los quince y prometieron al difunto cuidar a su hijo. Y si la desgracia los pillaba, eran los brazos compañeros quienes sacaban la muerte de los túneles. «Si pasara algo… que el mi chaval no pise la mina» les tenía dicho Tomás a los compañeros porque no se podía mentar tal cosa a la mujer. Y se hacían cargo de la encomienda asintiendo en silencio y mirando al suelo.

Mi padre era minero. Tuvo un candil de carburo, muchos hijos, una pica y la muerte acechando entre las vetas, al final de cada túnel. Seguro que también tuvo miedo, aunque no aparezca reflejado en sus nóminas. Hoy, día de la Patrona, en nuestras cuencas mineras se encienden los candiles, las sirenas aúllan en silencio, se abren las memorias y los mineros pican en los túneles del recuerdo. Hijos y nietos seguiremos hablando de ellos para no permitir el olvido de lo injusto, de un final indigno que no se merecieron porque la muerte digna es un derecho reconocido, incluso para una mina. Y en muchos puntos de la provincia suena ese Santa Bárbara Bendita que de himno a la Patrona pasó a ser réquiem, oración minera y quejido porque la herida sigue viva y la cicatriz abierta. Aunque ya todo sea recuerdo… duele.
Lo más leído