Vasant Vihar B Block

Marie y el profesor compartirán juntos las experiencias que les ofrece la ciudad de Nueva Delhi

Rubén G. Robles
24/08/2020
 Actualizado a 24/08/2020
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Le quitó la diminuta falda por las piernas, ella pisó con sus pies desnudos fuera de aquel círculo arrugado de tela. Atravesaron el pasillo hacia la habitación. Ella se detuvo y le comenzó a quitar la camisa, cara a cara, enfrentada a él. Olía a hembra y aún sostenía entre los labios la sonrisa de quien ha conocido y recorrido el territorio del placer.

Jean Louis solo quería hacerle el amor, sin juegos, sin caricias, sin nada más que pura mecánica. Le dio la vuelta y acercó la entrepierna a sus nalgas duras. Le bajó las bragas y se agachó detrás de ella. No sabía muy bien lo que hacía, le atraía aquel aroma y puso la nariz entre aquellas dos protuberancias salientes de carne y se embriagó con la mezcla, posada la cara y escudriñando con la lengua y los dedos entre ellas. Marie inclinó la espalda hacia delante, apoyándose en la pared, el pelo le cubría la cara, y le miró por ver su creciente excitación, tenía los ojos cerrados, las manos y entre sus piernas los dedos ligeros de él.

Jean Louis permaneció de rodillas. Pasó la lengua con habilidad de arriba abajo un par de veces y ella respondió retirándose como quien ha recibido una sacudida eléctrica. Él se levantó y se quitó la camisa sin quitarse los botones, por encima de la cabeza. Se bajó con una rapidez increíble los pantalones y los pisó con los pies por quitárselos a la carrera dejándolos derrotados al final de las piernas. Colocó su endurecida herramienta entre aquellos dos trozos de carne bien contorneada. Pudo contemplar al natural la geografía húmeda de su sexo, abierto, entre las piernas abiertas. Paseó arriba y abajo su miembro, pero no la penetró, sintió la respiración de ella cerca. Los dedos de Marie frotaban ahora su propio sexo. Permaneció inclinada sobre el muro, sometida la cara a la presión de la pared. Se giró. Jean Louis aprovechó para terminar de desnudarse y se tumbó en la cama. Ella se acercó y se puso encima. Manejó con pericia el miembro de Jean Louis y comenzó ligeramente a moverse con técnica.
–Uhmmm –dijo ella con la voz recorrida del placer.

Jean Louis comenzó a moverse. Volvió con las dos manos a sujetar con fuerza las caderas y a empujarla hacia él. Ella giró la cabeza por verle y él cerró los ojos. Marie se agachó, pegó su cuerpo a la superficie del colchón, con los movimientos de una mujer acostumbrada al movimiento, experta, cogió la almohada y la colocó bajo el vientre por estar más cómoda. Él la siguió, siguió su movimiento y entonces, implacable e impío, comenzó a golpear moviéndose con una enorme fuerza, en espasmos a los que ella no respondía, ofreciendo con su musculatura una increíble resistencia. Él redobló el ritmo y el ímpetu en cada sacudida. Ella giró de nuevo la cabeza, se apoyó sobre los codos y encontró su boca. Sus labios se acoplaron para unir con lúbrica energía unas lenguas que se buscaban hábiles y entonces él, animado por la excitación, la rabia de la cita anterior de ella, la vesania de la postura, se corrió sin gemidos durante varios segundos, sin detener los movimientos y sin tener la más mínima intención de sacarla del cálido interior.
–¡Oh por Dios!

Ella se dio la vuelta exhibiendo la espléndida desnudez de una diosa, erótica, asiática y carnal. Había quedado temblando, satisfecha, como en una nube que sobrevuela el mar.
–Déjame meterme bajo las sábanas –le dijo.

Él aún estaba dentro de ella, recorriendo mentalmente los detalles de la escena, estaba aún en los segundos anteriores. No respondía. Se mantenía en una especie de ceguera estúpida. Tenía aún los calcetines puestos y se sentó en el borde de la cama. Ella estaba en el otro abismo de la cama.
–Es una calle de París –le dijo Marie.
–¿Cómo se llama? -Jean Louis parecía ir poco a poco reaccionando.
–Rue du Temple.

Había estado admirando, sin saberlo, contemplando, describiendo, como a través de una grieta sísmica en el espacio y en el tiempo, sin saberlo, la belleza, altura y dimensiones de la arquitectura de su propia casa. Se colocó boca arriba, con las manos bajo la nuca, sin molestar a su acompañante y pensando en la extraordinaria cadena de acontecimientos y coincidencias que se habían tenido que producir. Pocos minutos después se entregaba al sueño mientras se conjugaban en su cabeza las notas amables de la música de las esferas dejándose descubrir.
–¿Qué harás mañana? -le preguntó Marie.
–Me gustaría ir al National Museum.
–Te gustará. Por la noche hemos quedado para ir a comer con el profesor Hassnain, miembro de la familia que custodia la tumba de Yusu Asaph.
–Allí estaré –dijo Jean Louis.

Durmió, se levantó, se pegó una ducha, se puso la ropa y cogió un taxi. Pocos minutos después llegó al Museo. Jean Louis bajó del taxi. Entró al museo. Recorrió las primeras salas admirando las esculturas, la redondez de sus miembros, la plenitud curvilínea de las diosas femeninas, las figuras en danza, los demonios terribles, con sus lenguas saliendo y amenazantes, envueltos en sangre y llamas, piezas llenas de colorido. Vio también láminas y pinturas con escenas de cacería y galantería, de amantes, escenas nocturnas y selváticas.

La posición de brazos y piernas de las esculturas de las divinidades y sus posturas atrevidas, hacían que las figuras mantuvieran una danza sin música. Después de recorrer la primera planta sintió en algunas de las salas vacías unas enormes ganas de bailar.

De pronto, una sombra cruzó sobre la luz de una de las puertas de la sala. Jean Louis no se inquietó. El profesor francés siguió recorriendo el edificio y disfrutando de cada escultura, de cada demonio, de cada dios. Las figuras encarnaban todo lo bueno de la vida, la salud, la bondad y la benevolencia, la riqueza y la esperanza. Algunas le recordaban a Marie, la dulce Marie, en su recuerdo mucho menos exótica, pero más prosaica y más carnal. Recorrió con delectación la memoria y los recuerdos de la jornada anterior. Sintió de nuevo una presencia atravesando sin querer ser vista, el umbral de entrada de la sala donde se encontraba Jean Louis. Permaneció en silencio y escuchando, detenido, no oyó nada. Se dio cuenta de que no había demasiadas personas en el Museo y de que podría ser de nuevo una buena oportunidad para intentar hacerle daño. No quería tener que huir otra vez por una ventana. Podría no tener tanta suerte ahora. Decidió buscar la salida. Aceleró el paso, aunque no sabía muy bien hacia dónde iba.

Sintió de nuevo una presencia ir atravesando las salas. No emitía ningún sonido y parecía haberlos absorbido todos con sus movimientos. Se detuvo la vibración vital de todas las figuras. Jean Louis giró la cabeza, por ver si le seguía, pero no detuvo sus pasos, cruzó varias salas y avanzó. Pudo sentir una respiración, un latido, pero no vio a nadie, tan sólo sintió avanzar una sombra sin claridad de bordes moviéndose por las salas.

No encontró a nadie en el museo durante todo el recorrido de regreso a la entrada, tan sólo en la recepción, el anciano con aspecto de profesor y que le había ofrecido la entrada al llegar al National Museum. Tal vez, pensaba Jean Louis cuando llegó fuera, tan sólo se tratara de una sensación provocada por la impresión visual de que en el interior del Museo se libraba una batalla entre las fuerzas del bien y del mal, expresada a través de los gestos de las figuras que parecían en danza cósmica bailar.

Cuando Jean Louis salió del Museo Lavigne le vio alejarse. El profesor llegó a los bordes del Lodi Garden y dio un paseo, al salir, cogió un taxi en Neruh Park y regresó al hotel. Subió a la habitación y encontró a Marie preparándose para ir a cenar.
–¿Qué tal? –le preguntó.
–Ha merecido mucho la pena.
–¿Encontraste lo que estabas buscando?
–No sé lo que estaba buscando, pero se podría decir que sí.
–Fantástico.

Marie tenía el pelo mojado y se lo estaba cepillando.
–Nos han invitado a una exhibición de Khatak y Manipuri. En media hora tenemos que salir.
–De acuerdo, me pego una ducha y estoy listo.

Cuando llegaron a la sala vieron que eran de los primeros en incorporarse. Se sentaron y fueron llegando el resto de invitados. Las luces se apagaron y vieron a la primera bailarina aparecer. Las manos y los ojos acompañaban a la perfección el ritual de gestos y posturas de los pies. Nunca habían visto a nadie expresarse con tanta claridad a través de las posturas del cuerpo. Vio las aves iniciar el vuelo, los animales del bosque acercarse al río a beber, la brevedad muy leve del vuelo de una mariposa y el ruido molesto de un insecto al atravesar la nocturnidad.

En ocasiones recitaba la intérprete algunos versos y gesticulaba con las cejas y el cuello sugerente. A Marie le recordaba más al flamenco que a ninguna otra danza, pero no se lo dijo a Jean Louis. Cuando acabó la segunda interpretación todo el público se puso en pie, aplaudió durante unos minutos y fue saliendo de allí.

Lavigne estaba sentado unas filas más atrás y volvió a ver al profesor francés junto a Marie, parecía relajado a pesar del miedo que en el museo le hizo sentir. Pudo ver que entre Marie y Jean Louis había surgido algo. Se podía apreciar en el modo en el que se movían y hablaban. No era su misión saberlo, lo que Lavigne había venido hacer a la India lo había hecho. Tan solo tenía que esperar a que se fueran a Hong-Kong y seguirles de nuevo para amenazar y proteger.

Habían quedado para cenar con el profesor H. F. Hassnain en el Hotel Oberoi de la ciudad de Delhi. Pidieron un taxi y acudieron a su cita. Se instalaron en una mesa del restaurante. Era un hombre pequeño, de rostro oscurecido y un bigote ancho y negrísimo bajo unas fosas nasales anchas y unos ojos vivos. Iba vestido con un traje viejo de un color azulado con restos de gris. Traía bajo el brazo una carpeta de cartón oscurecida por el tiempo, en cuyo interior iban algunos papeles, unos folios manuscritos y arrugados.

En la entrega de mañana el profesor Lecomte y Marie visitarán la tumba de Yusu Asaph en Cachemira.
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