15/01/2023
 Actualizado a 15/01/2023
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Desconozco qué variante se apoderó de mí hace unos meses cuando el virus, tras más de dos años largos de resistencia heroica, se convirtió en un nuevo pasajero dentro de mi cuerpo, como cantaban Eduardo Benavente y Ana Curra. Me hubiera gustado que me secuenciaran entonces para confirmar si se trataba de Kraken o de una simple Ómicron o, quién sabe, tal vez de una subvariante personal e intransferible. Nadie nos secuencia para comprobarlo, pero estoy seguro de que a casi todo el mundo de este mundo nos gustaría en el fondo ser protagonistas de nuestra propia mutación. Es tal la crisis de identidades que no dejamos de buscarnos a nosotros mismos, puros y diferentes, en cualquier parte. Hasta en el abismo de la enfermedad. Nos queremos únicos, ése es uno de los dramas de este tiempo, y somos capaces de vender nuestra alma a cualquier murciélago con tal de no ser iguales a los otros que, por otra parte, nos parecen feos, pobres y aburridos. Y, además, nos roban.

Antiguamente, aunque tampoco hace tanto, las identidades tendían a ser colectivas y contribuían de una forma decisiva al progreso de las sociedades. La identidad de clase, por ejemplo, obró de ese modo. En la actualidad, la fragmentación y la mezcla, es decir, la multiplicación de variantes, nos llevan a perseguir más bien identidades individuales, que suponen, socialmente hablando, la antítesis del progreso común. Por eso mismo una de las identidades amplias y compartidas más notables de las últimas décadas, la de las mujeres, sufre el acoso de la reacción como ninguna otra. Y sufre la fragmentación y sufre la mezcla. Ello no la ha detenido, pero sí la ha amortiguado. Se fomentan las subvariantes y no es algo espontáneo precisamente, nada es más productivo para el conservadurismo que la diferenciación generalizada.

Porque ese pasajero que se nos mueve dentro, el de la gloriosa canción de Parálisis Permanente, produce eso precisamente: parálisis. Tendríamos que matarlo, como concluía la letra, o echarlo fuera.
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