15/08/2020
 Actualizado a 15/08/2020
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Si existe el regreso este es su año. Los pequeños pueblos largo tiempo olvidados recuperan vecinos cada verano, pero si existe un agosto propicio para volver a valles, lagos y montañas es este, en el que muchos urbanitas de casta y otros adoptivos, elegimos la tranquilidad del campo, la llamada de los ríos ancestrales y su caudal de paz y de memoria.

Vivir la naturaleza con los cinco sentidos es insuflarle aire al corazón. Dejar atrás relojes y falsas utopías. La vida de pronto se vuelve sencilla, pequeña y grande a la vez. Disfrutar del jardín, de sus setos de boj, del huerto, del camino, es vivir a corazón abierto.

Mi verano este año se llama Sabero. No nos faltan en León pueblos donde recuperar el alma, a veces expuesta al empeño de otros postores que fuerzan las máquinas hasta dejarnos ciegos. El pueblo es un maestro. Te enseña la dulzura del cerezo, el ulular del búho, la nitidez renovada de una rama de pino, el calor de las hayas.

En Sabero conviven en silencio la belleza y los fantasmas. La deslumbrante fuerza de las rocas agotadas de orégano y romero, sus fuentes y alamedas, no esconden los antiguos hornos de Cok que un día horadaron sus entrañas. Sabero y su hermoso valle arrastran dignamente su pasado ante sus visitantes. La mina fue su vida y su esplendor y ahora se ha convertido en el anuncio de una muerte lenta.

Si algo nos ha enseñado a valorar esta terrible pandemia es la importancia del entorno, nuestra responsabilidad como humanos a la hora de cuidar y respetar la naturaleza, que, aunque no lo creamos, siempre será más fuerte que nosotros. Y cómo no, agradecer a sus amables habitantes, su acogida cálida y sincera ante nuestra pequeña invasión urbanita. Por unos días, las calles se llenan de risas y bicicletas, de terrazas y vinos compartidos. Por unos días rebosamos unos y otros alegría. Sería indispensable no dejarlos morir, repoblar sus raíces, que también son las nuestras.
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