Valdeón, el valle jermoso

Marta Prieto Sarro inicia un recorrido de diez entregas por Picos de Europa en el año de su centenario de la mano de escritores, montañeros y grandes conocedores del Parque Nacional

Marta Prieto Sarro
08/07/2018
 Actualizado a 18/09/2019
Valdeon desde el mirador de Piedrashitas. | VICENTE GARCÍA
Valdeon desde el mirador de Piedrashitas. | VICENTE GARCÍA
Durante una buena parte del viaje me pregunto si el hecho de que Valdeón esté vinculado a mi infancia y juventud tiene algo que ver con haberlo escogido para mi texto. Cerca ya de mi destino, mientras recorro los pastos que se recuestan a la vera de la carretera que me lleva desde Portilla de la Reina hasta el puerto de Pandetrave, me respondo que no. Que hubiera elegido el valle de Valdeón en cualquier caso por su deslumbrante belleza, difícilmente igualable por otros lugares también hermosos, muy hermosos, y que también me apasionan. Y cuando en el alto de Pandetrave, por encima de los 1.500 metros, me detengo a sentir la brisa del puerto y a contemplar el increíble paisaje que desde allí se divisa, tengo la certeza de que no cambiaría Valdeón por ningún otro lugar. La sensación sería idéntica si llegase al valle desde el puerto de Panderruedas y me encaramase al mirador de Piedrashitas: las peñas, los neveros, los hayedos, los minúsculos prados de siega, los regatos... habrían cambiado de nombre pero el azul de cielo y la emoción sentida serían exactamente los mismos.

Así que se llegue por donde se llegue, no se puede entrar en Valdeón sino bajando. Y los ocho pueblos del valle van descendiendo en altura tendidos estratégicamente junto al río Arenal (Santa Marina, Prada) o junto al Cares (Caldevilla, Soto, Posada, Los Llanos, Cordiñanes, Caín) que nace a los pies de los picos Cebolleda y Gildar, en el paraje que llaman las Hoyas de Freñana. Conviene fijarse en los sonoros nombres de los topónimos (Chavida, Friero, Llambrión, Asotín, Trea, Pambuches, Ostón, Llos, Montó y tantos otros) y aun en los de otras muchas palabras comunes: aquí le dicen, por ejemplo, tejas a los tilos (que evocan ese sensible verso de Rimbaud: «Qué bien huelen los tilos en las tardes de junio») y plágano al arce con cuyas hojas envolvían el delicioso queso de pasta azul que, elaborado con la leche de la ganadería local (vaca, cabra), maduraba en las cuevas. Hoy se sigue haciendo de manera semejante en las Queserías Picos de Europa de la mano de los hermanos Tomás y Javier Alonso, naturales de la tierra, que tienen su sede en Posada, capital del valle. Aquí también se puede oír, como en el cercano Sajambre, la aspiración de la f latina en j (Jarda, Jerrera, Jermoso) que los lingüistas consideran una característica del sustrato cántabro, el pueblo que resistió tenazmente, enriscado entre las peñas, la opresión de las legiones romanas cuando Augusto se presentó en Hispania dispuesto a completar la conquista de la Península que un puñado de pueblos norteños le negaba. Roma no podía soportar semejante desplante. Lo cierto es que los habitantes de este valle, al que la documentación altomedieval alude con los nombres de Eigon, Eione o Eone,fueron gentes bien celosas de su libertad a lo largo de toda su historia. Han conservado la tradición legendaria de que en la ermita de Corona fue coronado rey Pelayo, que en lectura moderna ha de entenderse como la aceptación de Pelayo como caudillo frente a la invasión musulmana. Otra lucha. Y ello puede explicar en parte la importancia secular de esta preciosa ermita de advocación mariana, situada en el monte homónimo, en el que hay una entrañable romería que concita la devoción de los naturales en torno a su patrona cada 8 de septiembre: es entonces cuando la Virgen, que el último domingo de agosto ha sido trasladada previamente a la parroquia de Santa Eulalia de Posada o a la de San Pedro de Soto, según el año, vuelve a su casa en una vistosa procesión que tiene una de sus paradas en el lugar que llaman ‘la posa de la Santa’. Tal vez para que la Virgen disfrute con reposo, como quienes la llevan, del espectáculo del paisaje en el que se adivina el Collado Jermoso.

Y hablando de libertades, conviene recordar que los pueblos del valle, excepción hecha del de Santa Marina, formaban parte del Concejo de Valdeón y este de la Merindad de Valdeburón, cuyo privilegio de fundación data de 1467, cuando Enrique IV corroboró su desvinculación de cualquier señorío y autorizó la elección de un merino o juez de apelación común y único. La pertenencia a la Merindad fue durante siglos una seña de identidad irrenunciable de la montaña nororiental leonesa y tuvo que ser defendida en numerosas ocasiones porque no siempre fue respetada. Y esa defensa apuntaló la importancia de los propios concejos, empeñados en la salvaguarda de los bienes comunes y de una organización que daba amparo a los habitantes de los mismos. Unos habitantes cuyas duras condiciones de vida, determinadas por la orografía, encontraron ingeniosas respuestas a problemas cotidianos. Respuestas comunes a problemas comunes. Eso explica la existencia del llamado chorco de los lobos, también en el monte de Corona: una trampa para dar caza a unos animales secularmente perseguidos por el daño que causaban al ganado y que guarda la memoria de unas monterías perfectamente reguladas desde 1610. En ellas estaban comprometidos todos los vecinos del Real Concejo de Valdeón, un concejo que tuvo a gala haber sido en el que «plantearon los Reyes la crianza de potros y caballos que sirvieron en sus gloriosas guerras, con que es solar antiguo de las Reales Caballerizas…»
Pero Valdeón es hoy, sobre todo, principio y fin de numerosos caminos y senderos que hacen posible disfrutar de espacios naturales de valor incalculable.

La más conocida es, sin duda, la ruta del Cares. A la salida de Caín el río se encajona en un impresionante y profundo desfiladero en el que a principios del siglo XX la compañía Eléctrica del Viesgo construyó un canal para trasladar el agua hasta la localidad asturiana de Poncebos donde situó una central hidroeléctrica. Años después de la finalización de las obras del canal se acometió la adecuación de un camino que sirviera para su mantenimiento. Desde entonces, la senda o ruta del Cares se convirtió en uno de los mayores atractivos de los Picos de Europa. El camino, de unos 11 kilómetros, ha de ser realizado a pie y atraviesa íntegramente el desfiladero dando vista en todo momento al río sobre el que se han tendido dos puentes (Bolín y Los Rebecos) y que discurre encajonado entre paredes calizas de impresionante verticalidad acompañado de una vegetación en la que no faltan hayas, encinas, nogales y tilos que, recuerde el lector, aquí se llaman tejas.

El río Cares marca, por otra parte, el límite entre dos de los macizos que componen la particular orografía de los Picos de Europa: el occidental o del Cornión y el central o de los Urrieles. Junto con el de Ándara, conforman el actual parque nacional de los Picos de Europa, el de mayor extensión de los existentes en España y también el más antiguo por ser el heredero del que fue el primer espacio natural protegido de España, el parque nacional de la Montaña de Covadonga. Los Picos de Europa no se entienden si no se conoce la geografía de Valdeón, las peculiaridades de su antiguo poblamiento, los usos tradicionales de la tierra o su arquitectura de invernales, hórreos o molinos. Sin las carreterías a Campos y la artesanía de la madera. Sin los gamones floridos, el olor de los tilos, los rebecos, los corzos, las águilas, los quebrantahuesos o las chovas. Sin los pedreros, argayos, tiros, torres o jous. Pero Valdeón no se entiende tampoco sin los Picos de Europa. Obligados a entenderse valle y parque, el tiempo pasa como fluye el agua: quieta o rápidamente pero imparable.
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