06/11/2016
 Actualizado a 17/09/2019
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Hacía mucho que no iba a Valdeón, ese valle encantado y remoto que no es leonés ni asturiano sino un mundo autónomo e independiente, y lo hice el puente de Todos los Santos merced a la hospitalidad de unos amigos usufructuarios por arrendamiento de la casa rectoral de Soto, un verdadero arca de Noé embarrancado en medio del pueblo más bello de Valdeón, que ya es decir. Añadámosle que el otoño estaba en su cénit pese a que la sequía lo ha rebajado un poco este año al decir de los lugareños, que se quejan de la falta de color en los hayedos, y entenderán mi felicidad por volver a disfrutar de unas montañas que se pueden igualar a las de cualquier otra cordillera del mundo al margen de cuál sea su altura ¡Ay, si, como decía Giner de los Ríos, el fundador de la Institución Libre de Enseñanza, de los españoles, los leoneses estuviéramos a la altura de nuestros paisajes!

Además de los colores del otoño, de las caminatas por los hayedos y brañas de alrededor (aquella Vega de Los, aquel camino hacia Vegabaño, la comida junto al chozo de los pastores de Freñana, cerca de donde nace el río Cares), el fin de semana en Valdeón me permitió conocer también a algunos supervivientes de aquella raza de valdeoneses pioneros de la escalada y el esquí pero por necesidad, la misma necesidad que les llevó a recorrer el mundo partiendo de unas aldeas en las que éste queda tan lejos. Hombres como Emiliano el de Soto, ganadero y transportista de escolares y turistas con pocas ganas de andar al que la nieve nunca lo asustó (lo asustó más el hábito de los Palatinos, en los que estudió de niño), como Jose y Amadeo, los mellizos de Posada, que atravesaron España y el mar Atlántico para cuidar ovejas en Oklahoma cuando eran jóvenes como también hicieron otros valdeoneses (todos volvieron al valle), o como Toribio Rojo, de Caldevilla, que fue el primer taxista de Valdeón cuando las carreteras del valle eran de tierra aún, pese a lo cual se atrevió a llevar a Bruselas varios viajes de valdeoneses en la época de la emigración sin saber una palabra de francés y sin poder pasar de los ochenta por hora, que era a lo más que llegaba su Land Rover. Ellos sí que estaban a la altura de sus paisajes y aún por encima. Y lo cuentan sin ningún énfasis ni afán de reconocimiento.

El puente de Todos los Santos, en Valdeón como en toda la provincia leonesa, marca el final de la época buena, ésa en la que los días son largos y aún se puede pasear y disfrutar de la naturaleza, y supone el retorno a las ciudades de los jubilados que aguantan hasta esa fecha en los pueblos, lo que deja a los vecinos de éstos mucho más solos. Hasta la primavera, los Emilianos y los Toribios de Valdeón proseguirán con sus vidas un año más sabiéndose lejos del mundo pero privilegiados por poder vivir donde han elegido, en un valle de cuento donde morirse es una inconsciencia y una desgracia mayor que en cualquier otro lugar, de tan bello.
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