02/09/2021
 Actualizado a 02/09/2021
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No sé si la frase «al alcalde y al pichón, perdigón», nació en la barra de un bar o de la cabeza de un librepensador mordaz y un punto criminal. En cualquier caso, es una verdad tan grande como un templo gótico. Uno, no obstante, la encuentra una pega: ¿por qué no ampliar lo de la perdigonada a los presidentes de los Reinos de Taifas que componen España?, ¿o al mismo Presidente del Gobierno? ¿Es que los alcaldes tienen patente de corso a la hora de recibir críticas?, ¿o es que los presidentes autonómicos o el del Gobierno de la nación nacieron y mueren libres de pecado? Lo que quiero explicar es que uno, persona perfectamente democrática aunque no crea en la democracia, no hace distingos a la hora de poner a parir a los que nos gobiernan. Siguiendo con el prurito democrático, además, a uno le da lo mismo a que partido pertenecen. Ser del Pp o del Psoe no da bula para librarse de las, sin duda, merecidas críticas que tienen la obligación, ¡sólo faltaba!, de soportar lo más estoicamente posible. Viene todo este rollo a cuento de responder a algunos de mis amigos que opinan que sólo doy palos a los del Psoe o a los de Podemos. No es cierto. A título de ejemplo, el vicepresidente de la Junta, el señor Igea, que es el que de verdad manda en esta comunidad, ha recibido más palos de un servidor que ningún otro político en activo, incluido el señor Sánchez, que, seamos sinceros, juega en una liga aparte.

El señor Igea y la consejera de Salud, en otro tiempo y lugar, considerada la mejor médico de atención primaria del mundo mundial, deben de ser fervientes católicos, porque si no no se entiende su afán por fomentar las monumentales colas que sufrimos los ciudadanos leones en el Palacio de Congresos, que son lo más parecido que uno recuerda a las romerías de los santuarios provinciales; también, es cierto, se parecen mucho a las que se forman en las fiestas de San Juan y San Pedro cuando regalan las putas sopas de ajo. No, no digo la verdad; en las folklórico-festivas te puedes colar, utilizando sabiamente brazos y codos, e incluso empujones, pero, ¡hay de ti si se te ocurre hacerlo en las de la vacuna!: te pueden cortar los huevos si lo intentas.

No, no es normal que un ciudadano tenga que esperar, con un sol de justicia friéndose la sesera, cuatro o cinco horas para ponerse una vacuna que, supuestamente, te salvará la vida.

Uno, por desgracia, fue de los que resultó infectado con el puto virus y no se pudo vacunar cuando le correspondía por edad, dignidad y gobierno. Tuvo que esperar seis meses para poder hacerlo. Al cumplirse el plazo prescrito por las autoridades sanitarias y por las políticas, soportó, muy malamente, varias jornadas de eterna espera en esas colas del demonio. Por pitos o por flautas, (poca paciencia, sobre todo, o porque se terminaban las dosis a medio camino), no pudo recibir el bálsamo sanador hasta la semana pasada. Como seguro que soy uno de los pocos que utilizaron la auto cita, implementada en esta comunidad mes y medio después que en la mayoría de sus tocayas, necesité acudir a Atapuerca (Astorga en los sucesivo), para que me picaran, como a los toros resabidos. La suerte fue que en la cola, muchísimo más pequeña que las de la capital, todos eran adolescentes o pre-adolescentes, acompañados por sus señoras madres. ¡Qué buenas están las maragatas, y yo sin enterarme!, ¡ay señor!... Después de una breve espera, (una hora y cuarto), admirando el paisaje, en cinco minutos, vacunado y listo para revista.

A todo esto, y olvidando el tono erótico-festivo, mientras uno sufría las penas del purgatorio para que no me considerasen un anormal y un insolidario, en España la palmaban al día, desde julio, más de ciento cincuenta personas. A todos aquellos que les gusten las comparaciones, que no siempre son odiosas, es como si todos los días durante dos meses se estrellase un avión de pasajeros al despegar o al aterrizar. O si todos los días hubiera en las carreteras un montón de hostias entre conductores borrachos o drogados como perros. O como si en una guerra de baja intensidad, (la del Donbass en Ucrania, por ejemplo), no importasen para nada los pocos soldados que caen cada día en los combates. Porque estos últimos muertos, los muertos de la quinta ola, han pasado desapercibidos para todo el mundo, menos para sus familiares y amigos, por supuesto. Estos últimos muertos de esta irritante pandemia que padecemos desde hace casi dos años, no recibirán tampoco el homenaje de las más altas instancias de la nación, porque no es cuestión de estar montados estaribeles en la plaza de la Armería cada dos por tres, con lo que cuestan. Estos últimos muertos de la pandemia nos recuerdan, sin embargo, nuestro fracaso colectivo como nación. Mejor dicho, el fracaso colectivo de nuestros dirigentes...

Salud y anarquía.
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