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Vacaciones melancolía

23/07/2020
 Actualizado a 23/07/2020
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Sentimientos encontrados. Sensaciones extrañas. Esto es lo que he vivido o sufrido, aún no lo tengo del todo claro, al enfrentarme a una pseudo-escapada vacacional. Menos mal que sólo fueron unos pocos días, porque dudo de estar preparado para asumir el reto de un amago de vacaciones de una o dos semanas.

Mientras haces la maleta, te preguntas si eres un afortunado por poder disfrutar de unas jornadas de asueto o si eres un inconsciente por hacer un viaje con la COVID-19 aún respirándonos en la nuca. Lo único que sí tenía claro es que al menos no estaba incumpliendo ninguna ley, aunque si tiramos de hemeroteca y revisamos lo que nos han dicho nuestros amados líderes, eso no te supone ninguna tranquilidad en relación a si es o no seguro para tu salud lo que estás haciendo. No hay más que recordar la tragicomedia de la idoneidad del uso de la mascarilla. Así que mientras haces la maleta aplicando el método de Marie Kondo, no acabas de adivinar si tienes que sentirte un hombre con suerte o un yonki del riesgo.

Durante el trayecto me autoconvencí de que todos tenemos derecho a unas vacaciones o al menos a un engendro de éstas. Una reflexión que vi confirmada unos días más tarde al saber que hasta el propio Fernando Simón había cambiado la mascarilla por la tabla de surf. Ya en tierras nazaríes comencé a recibir señales que no dejaban de recordarme que ya nada es igual. La única duda es si dichos cambios son temporales o han llegado para quedarse indefinidamente. Prefiero pensar que la nueva normalidad dará paso más tarde a otra normalidad, que se parezca más a la que vivíamos antes de que la COVID-19 nos invadiera. Qué mejor sitio que Granada, plaza donde los Reyes Católicos hace 500 años dieron por finalizada la Reconquista, para ser optimista en que algún día seamos capaces de reconquistar nuestras vidas.

Pero mientras tanto, no tenemos más remedio que seguir aceptando como mejor ‘animal de compañía’ al gel hidroalcohólico, con el que te obligan a embadurnarte cada vez que entras a un nuevo espacio. Da lo mismo que sea en un establecimiento de comida rápida que en los Palacios Nazaríes de la Alhambra. Nada ni nadie te libra de esta sustancia que acabará por borrarnos las huellas dactilares. ¿Y qué me dicen de los dichosos códigos QR? Sabíamos que existían y que no habían tenido el protagonismo que se les presumía en un principio cuando fueron inventados, pero la COVID-19 los ha convertido en imprescindibles para, entre otras cosas, no morirse de hambre. Las cartas físicas de los restaurantes pasaron a mejor vida y ahora ves a la gente con el móvil en la mano buscando el código QR en las paredes o mesas de los establecimientos. Es como si todos estuviéramos cazando Pokemon continuamente.

Al entrar en la Alhambra recibí una bofetada de realidad. Mejor dicho, varias bofetadas que me confirmaron que todo esto parece un mal sueño. Es paradójico que para las cosas más nimias haya que hacer colas y para entrar en un lugar que te permite viajar al pasado, éstas sean casi inexistentes. Si a esto unimos que entre los pocos visitantes echas de menos a la marabunta de turistas asiáticos persiguiendo a un paraguas en alto, no tienes más remedio que asumir que todo ha cambiado. Sensación que también tuve en el Patio de los Leones, lugar en el que una joven se acercó a mí y sin ningún tipo de circunloquio, me invitó a jugar a la ruleta rusa al pedirme si le podía hacer una foto. Pongo a los doce leones de la fuente de testigos, de que tras un segundo de duda acepté el reto. Pero fui más allá, ya que tras hacer las respectivas fotos me vine arriba e invertí los papeles y le pedí que ahora fuera ella la que me inmortalizara junto a las dos mujeres con las que comparto libro de familia. La gente nos miraba extrañados, torciendo el gesto y pensando para ellos, quiénes eran esos locos que por unos segundos decidieron viajar unos meses atrás, en los que el hecho de pedir hacer una fotografía no era considerado una actividad de riesgo.

Mi amago de vacaciones tuvo como última parada Úbeda, ciudad que vio nacer al pajarraco de Joaquín Sabina, al que le han dedicado una taberna y en cuya fachada hay una placa en la que se puede leer ‘Vivo en el número 7, calle Melancolía. Quiero mudarme hace unos años al Barrio de la Alegría’. Tras inmortalizarme en esta especie de santuario ‘sabinero’ y dejarlo a mis espaldas pensé que ojalá se cumpla lo que dice el flaco de Úbeda y todos consigamos dejar atrás la melancolía y volvamos algún día a vivir en la alegría.
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