30/08/2020
 Actualizado a 30/08/2020
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Contaba Santiago Macías en Sigüeya cómo Manuel Girón estaba leyendo el periódico en un bar de La Cabrera cuando llegó a una página que informaba con alborozo sobre «la muerte de Manuel Girón».

Cuentan los que estaban en el bar que a aquel hombre al que mataron oficialmente tres veces y seguía vivo derramó unos lagrimones al leer su propia muerte. Es para imaginarlo.

Estas cosas de la muerte siempre han dado historias curiosas, por decirlo de alguna manera. Recuerdo una mañana, bien temprano, cuando un habitual de enterarse de todo un rato antes llama al teléfono: «Murió M.C. esta mañana».

M.C. era —es, que no lo voy a matar yo también— escritor y amigo. Pasé la mañana jodido, buscando material, libros. No me atrevía a llamar a la familia, era —es—un tipo joven y hasta deportista. Allá a medio día pensé en llamar a un ‘tercero’, amigo común, y según descuelga me dice: «Desactivada la muerte de M.C.».

- ¿Qué me dices?

- Pues que pasé toda la mañana dando vueltas y cuando no me quedó más remedio que llamar, para ver cuándo era el entierro y esas cosas, me coge el teléfono el difunto.

- ¡Ustia, el muerto!

Cuadra con la historia del pobre del caldero, que recorría los pueblos de la montaña echando en un caldero todo lo que le daban, reales, bocadillos, consejos o vino. Al caldero.

Dejó de pasar un par de inviernos y ya hubo quien lo mató. «Lo atropelló un camión en el Puente Villarente», dijo con seguridad. Y las buenas mujeres del pueblo le encargaron al párroco un novenario en su memoria.

Iban por la tercera o la cuarta misa cuando el pobre del caldero apareció por el pueblo nuevamente, pero no andaba nadie por las calles, hasta que un paisano le informó: «Están todas para la iglesia, en misa».

El pobre marchó para la iglesia, a esperar que salieran y abrió la puerta justo cuando el cura levantaba la ostia en la consagración, momento solemne que rompió para decir: «Ustia, el muerto».
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