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Unos gramos en la zapatilla

06/01/2019
 Actualizado a 07/09/2019
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Más de una vez he tenido que echar mano del título del filme de los años ochenta de Manolo Summers, en el que afirmaba, no sin la guasa que lo caracterizó, que «to er mundo é güeno». Y es verdad que hay mucha bondad por ahí suelta. No sé si cada vez menos, por eso de la frialdad en nuestras relaciones o del malhumor por las frustraciones íntimas o del contagio de un clima social de crispación, intolerancia y violencia. Un signo más de la deshumanización de las sociedades urbanitas de nuestro Occidente, de la que tampoco se libra el mundo rural por eso del fenómeno de la globalización. Pero uno sigue manteniendo –hasta por oficio– que en todo ser humano hay un Cándido rousseauniano cargado de bonhomía.

O lo seguía defendiendo hasta el pasado jueves. Fue un mazazo que sonó a explosión nuclear, dado el ambiente de cordialidad que invade nuestras calles en estos días navideños, más intenso y extenso de lo acostumbrado a lo largo del año. Ese día de la semana suelo hacerme con un periódico asturiano, por razones que no vienen al caso. Y en primera plana y a cuatro columnas, como primera noticia se leía: «Unos jóvenes se negaron a trasladar en su coche al niño atragantado de Gijón». La noticia de la muerte de ese bebé de tres años en la Nochevieja ya es conocida de todos. Es de una tristeza inmensa conocer el fallecimiento accidental de alguien así que aún no se ha abierto a la vida, pero a uno le reconcome la rabia si piensa que acaso todo habría acabado bien si se hubieran ganado los fatídicos veinte minutos que hubo que esperar a los primeros auxilios oficiales. Y uno se derrumba y se descompone más al seguir leyendo. «Dijeron que esperásemos a los sanitarios, que ellos no querían líos. Y se fueron». La señora que ofrece la información fue quien casualmente se encontró en la calle de la noche gijonesa con la madre del niño Thiago Lionel que agonizaba por culpa de una uva que lo asfixiaba. Hizo lo que pudo. Y contó que en el coche, de alta gama, iban al menos tres personas «con trajes de fiesta» («Mucho coche de lujo, pero es gente que no tiene corazón»).

Algo así es lo que cuenta la parábola evangélica del sacerdote y el levita (que pasaron de largo) y del buen samaritano que se volcó con lo que podía y tenía en aquel herido al borde del camino. Tristemente el final de las historias no es el mismo. Pero, desde entonces, la ‘projimidad’, ser prójimo, es un honor, nunca una carga. A ver si los Magos se espurren y nos ponen unos gramos de ese valor en la zapatilla. A todos.
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