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Uno de mi clase

11/12/2016
 Actualizado a 10/09/2019
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Tardé pero al final aprendí el truco de lo agradecido que resultaba convertir en protagonista de mis historias a «uno de mi clase». Al contar las batallitas en casa, si la machada era mía había bronca, pero si era de «uno de mi clase» había risas. Ese «uno de mi clase», por lo general, era Pedro Vizcay Pardo, con el que compartí once largos cursos. Unos años éramos los más listos de la clase, entre tripitidores y delincuentes prematuros, y otros años éramos los más zoquetes, entre alumnas repipis cuyos apuntes se podrían exponer en museos de arte contemporáneo.Crecí comparándome con él y mis notas eran buenas o malas en función de cómo fueran las suyas: «Mamá, saqué sólo un 6 en Historia, pero Vizcay sacó un 5 raspado». El soniquete llegó al punto de que, si únicamente decía la nota (los suspensos se comunicaban entre inesperados ataques de tos y repentinas subidas de fiebre), mi madre ya sospechaba: «¿Y Vizcay?», que por lo general solía sacar mejores notas que yo. Cuando me separaron de él en COU, repetí.Ahora juego mejor al Trivial, pero perdí un año. Me quedé sin mi referente, el que podía hacer que mi esfuerzo y mi resultado fueran suficientes o insuficientes según fueran los suyos. He recordado aquel patetismo mío, tan presente aún hoy en otros muchos aspectos, al ver esta semana celebrar con gran regocijo que Castilla y León es la comunidad mejor valorada en el informe que mide la calidad educativa. De la comparación más cercana (también debe de haber algún Vizcay en la España de las autonomías) salimos esta vez ganando, pero cuando toca compararnos con otros países europeos, nos entra la tos y nos sube la fiebre. Tertulianos intrépidos, sindicalistas narcisistas y políticos conceptuales analizan desde que se conocieron los resultados las causas por las que Castilla y León ocupa tan insigne puesto, y entre todas ellas destaca el hecho de que aquí una de cada tres escuelas está en los pueblos, donde la educación es, en algunos de los casos, prácticamente personalizada para cada alumno. Por un lado, porque en las escuelas rurales las aulas no están tan masificadas como en las capitales. Por otro, porque los profesores más jóvenes, los más inexpertos pero también los más motivados (aquel «uno de mi clase» se acabó convirtiendo en uno de ellos), los que aún no han perdido la ilusión, trabajan y trabajarán durante buena parte de lo que les queda de vida docente en el medio rural, ya que cuando consiguen la puntuación suficiente para obtener una plaza en la ciudad ya se les acerca el peligroso y probablemente necesario momento del confort. De modo que la escuela rural, que desde los despachos se ve como un grave problema y, como tal, se maltrata sistemáticamente, se ha convertido en una solución, en el principal motivo que hoy nos permite sacar pecho e incluso, a los más osados, compararnos con Finlandia, ese Vizcay del Norte. Lástima que nadie viera antes que ese problema era una solución, cuando el sucesivo cierre de escuelas y la creación de los colegios rurales agrupados iniciaron el efecto dominó que acabó con la vida en nuestros pueblos.
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