24/03/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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El otro día salí por ahí con unos colegas a tomar cañas y entramos en un bar que han abierto donde antes estuvo La Mazmorra, en la plaza de San Martín. Tan cálido por dentro como siempre fue, con esas vigas de madera vistas y los ladrillos dispuestos en diagonal aparentando espigas de trigo; pero mal decorado, porque, hasta donde llega mi conocimiento de las corrientes decorativas, los pósters con imaginería pirata que personalizan el local no son el último grito abanderado por la revista Architectural Digest. Como no somos tan estupendos, lo perdonamos cuando nos pusieron de tapa unos buñuelos de bacalao de los que resucitan a los muertos. Eran tajadas hermosas de pescado del tamaño de una pera, con rebozado fino y un poco grasiento. Estaban riquísimos. El problema era que escurrían algo de aceite. Problema, no para el buñuelo, sino para las manos del que lo come. Porque el aceite, que es muy sibilino, se cuela por debajo de las uñas e ilumina la mierda que allí haya como si fuese una luciérnaga. No fue el caso, porque mis uñas estaban limpias y bien recortadas.

Pero no hubiese sido lo mismo para una secretaria que me había atendido hacía unos días en una consulta. Esperaba yo fuera del despacho del médico y ella tenía que darme pase y cuando le dejé mi tarjeta en la mesa y la cogió, en mi cabeza resonaron las últimas palabras de Kurtz, «¡el horror, el horror!». Venía yo teniendo indicios por el color amarillento y mate de la piel de sus manos, que ya me llamó la atención de lejos antes de que me acercase al mostrador. Ahora queesas uñascas crecidas a partir de unos dedos pequeños, como de niño, en las que el remanente era un tercio del total de la uña, no me las esperaba. Y allí dentro, a buen refugio, las serpenteantes líneas negras como de alquitrán. Detuve la mirada en las aledañas, no fuese que la casualidad hubiese guiado mi ojo a la que únicamente tenía suciedad incrustada. Y no, esas uñas iban uniformadas, todas tenían su porcioncita negra. Joder. La había visto llegar con el médico tranquilamente de tomar café, sin ninguna prisa. Tiempo no le había faltado para limpiarse aquellos mejillones, aunque fuese con un palillo. Claro que un mondadientes no hubiese servido, unos de sushi bar afilados quizá si.

Semanas después me enteré que aquellos buñuelazos no los ponían de tapa, que había que pedirlos aparte. Lógico, no es sostenible dar ese manjar de tapa. Pero lo que no resolví fue si aquella mujer merecía la absolución por trabajar de deshollinadora en sus ratos libres. Para nada lógico.
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