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Una noche de lobos

25/09/2017
 Actualizado a 16/09/2019
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En un viaje en bici hacia Los Ancares pensaba pasar la noche en Vega de Espinareda, pero las fuerzas no me dieron para llegar hasta allí y tuve que hacerme a un lado del camino para pasar la noche. En un huerto entre la carretera y el monte Domitila me permitieron plantar la tienda después de conversar un buen rato. Me instalé junto al cobertizo de las cabras, la perrina pequeña y la mastina. Me acosté nada más oscurecer y el cansancio rápidamente me hizo caer presa del sueño. Sería la una de la madrugada, llevaría tres horas dormido sin haber sentido un ruido, cuando me desperté sobresaltado por el ruido de cuatro disparos y un aullido. Sonaron en el bosque, lejanos, pero suficientemente claros e intensos para espantarme el sueño y poner en guardia a la mastina, que no paró de ladrar. No fue una noche bonita. En esa duermevela berciana de finales de septiembre sentí pasar los lobos entre los vientos de la tienda, vi las siluetas de los furtivos inclinarse sobre la lona y hasta me aovillé en el saco para protegerme de la desbandada de las cabras después de despertarme con alguna coz, de las que continuamente retumbaban contra las tablas. Nada de eso ocurrió. Desperté al alba, salí de la tienda alabando la luz y maldiciendo a las sombras y los oscuros pensamientos que se apoderan de la mente en momentos de debilidad. Los monstruos viven de la sugestión de sus víctimas, pensé.

Por la mañana pegunté en Vega. «Serían furtivos», me dijeron. ¿Y los lobos? Ahí nadie me contestó. Como no me quedé tranquilo, al día siguiente salí a pasear por Candín y luego en el bar, volví sobre la cuestión y, aunque tímidos al principio, se sucedieron las historias sobre el lobo. En la última, los lobos habían logrado atraer a un mastín y separarlo del resto del rebaño y los guardianes. «No lo vais a creer, pero solo dejaron una pata del perro, el resto se lo comieron». En mi cabeza retumbaron otros cuatro disparos.
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