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Una mesa de convivencia

08/03/2020
 Actualizado a 08/03/2020
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El tema de la nación se pone de moda en Europa en la segunda mitad del siglo XIX. Los orígenes son claramente de inspiración romántica, que exaltaba lo típico nacional en virtud de un producto político suyo, el liberalismo. La nación se constituía como un tronco de profundas raíces socavadas en la lengua, cultura, tradiciones y costumbres. Llega a considerarse la nación como un modo de ser y existir peculiar frente al resto de las peculiaridades o identidades nacionales. Y, a partir de ahí, la conveniencia entre ellas de unión o soltería dentro de un mismo Estado y una misma Constitución. El pueblo portugués (o su clase dominante) que, por distintas vicisitudes, estuvo unido a España desde 1580, decidió sesenta años después volver a su soberanía e independencia anterior superando con las armas el irredentismo español. Lo mismo podría ocurrir, como ha ocurrido con Gran Bretaña en la Unión Europea; o de Cataluña o de Euskadi de seguir o no integradas dentro de un mismo Estado. Si se aprueba el divorcio o separación en la pareja o entre partes, ¿por qué ha de reprobarse entre colectividades tras consenso entre las mismas? En el siglo XIX, la América hispana pasó a independizarse en 18 Estados soberanos. En el XX se desintegró la URSS; Yugoslavia se troceo en cuatro Estados; mientras que Chequia y Eslovaquia, matrimonio durante años, se divorció. Alemania, una antes de la Segunda Guerra Mundial, se partió en dos al término de ella, y luego ha vuelto a la unidad. ¿Y el varón leonés ha de estar unido de por vida a la dama Castilla tras un matrimonio forzado de conveniencia? La voluntad de los pueblos no puede ser implantada ‘a fortiori’ ni tampoco imperecedera hasta que la guerra los separe. El problema está en quién decide y en la avenencia pacífica o desavenencia traumática entre las partes que optan por seguir unidas o separarse.

El debate sobre la nación española de distintas regiones dentro de un mismo Estado parece no cerrarse nunca. Pero es a partir de los estudios liberales cuando empieza a surgir la pregunta de cómo se ha llegado a constituir la nación. Desde ese momento asombra la reflexión del español sobre su ser. Se diría que de tanto mirarse al espejo llegaría a obtener una imagen más nítida de sí mismo. Sin embargo, pese a la formación de las comunidades autónomas, no hemos podido forjar definitivamente un Estado que satisfaga los deseos y apetencias de todas las partes que lo integran.

Admitido un carácter nacional ‘a priori’, su dimensión se empequeñece o engrandece según el enfoque desde dentro del propio país. Así, ‘patriotismo’ es el amor que sentimos por nuestro país, mientras que ‘nacionalismo’ es el que otros sienten por el suyo. Lo discutible es considerar una patente nacional como definitiva, o sea, la existencia de un tipo inmutable de español frente a otras identidades, no afectado por la globalización económica, social o cultural. Y una vez concretada la categoría de ‘español’, la cosa se diversifica en establecer subcategorías, como catalán, vasco, gallego, andaluz, canario, etc. y otras tantas dentro de ellas. Muchos bercianos no se sienten muy felices de que se les identifique como leoneses; y a los maragatos se les ha esfumado su identidad sin saber siquiera sus orígenes. Ni acérrimos ‘españolistas’ ni obstinados ‘nacionalistas’ o ‘regionalistas’ como bandos en disputa. Hemos de conseguir alguna fórmula de consenso en una mesa de convivencia para que en la refriega de intereses nadie se sienta ganador ni perdedor, que pueblo unido jamás será vencido.
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