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Una mente partida en dos

19/03/2021
 Actualizado a 19/03/2021
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Pasó que la mente se me dividió en dos. Por la mañana estuve en una rueda de prensa de una exposición sobre los artistas de la posguerra española; por la tarde, tuve una conversación larguísima con una pastora que hace la trashumancia. Por la mañana me puse una falda larga y una blusa de lazo negra; por la tarde, mayas y sudadera para hablar desde la mesa del comedor de mi casa. Por la mañana en Madrid; por la tarde en León. Por la mañana escuché hablar de Zóbel, de Chillida, de Feito, vi un Millares duro y retorcido como el nudo de nuestras vidas –y pensé, fíjate que metáfora de lo que nos está pasando ahora, una obra premonitoria–; por la tarde, escuché a través del teléfono el silbido del viento entre las ramas de los chopos y la voz de la pastora llamando a los careas –y pensé, fíjate que feliz estaría yo ahí ahora mismo–. Por la mañana, la fuerza expresiva y la oscuridad de nuestros artistas de posguerra –todo en la exposición eran negros, acres, grises, algún toque de rojo violento–; por la tarde, imaginaba las yemas de los árboles y la explosión de los arbustos floridos en la ribera del Órbigo.

Y pasó que me di cuenta de algo: ninguno de los dos temas me interesaba más o menos que el otro. Escuché con fascinación las explicaciones de cómo Zóbel aglutinó a los artistas españoles, de cómo París se va a volver a convertir en la capital del arte gracias a la pérdida de peso de Londres por el Brexit, de cómo las galerías se están museizando, las ferias bienalizando y las bienales ferializando, todo ese galimatías del lenguaje del mundo del arte; y por la tarde, las merinas negras y los rediles y el chozo en los puertos de Babia y de cuántas ovejas en la paridera y de las cencerras y todas esas palabras cantarinas del campo leonés.

Por la noche en la cama le daba vueltas a las dos conversaciones. Y pensaba en cómo el arte de la posguerra tiene esa cualidad matérica que podría encajar perfectamente en un paisaje de la montaña, en cómo la tierra, el barro, saltó a los cuadros y cómo Chillida moldeó esas esculturas como trozos del paisaje. Quizá me esté volviendo loca, pero el dibujo de las huellas de las ovejas en un cordel me parece tan artístico como una obra de Tapiès. La naturaleza tiene sus caminos para llegar al arte. Y el arte no es más que la sublimación de un paisaje que se vuelve interior.
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