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Una estética particular

28/06/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Últimamente me descubro mezclando ética y estética. No es nada nuevo, ya Wittgenstein escribió en los años 20 que ética y estética son una. Y yo reconozco que siento fascinación por la estética. O sería mejor decir que la estética regula algunas de mis decisiones y comportamientos. Me ofrecieron un trabajo y lo rechacé –entre otras razones– porque me gustaba más la oficina donde trabajaba entonces; vivo en el centro de Madrid porque me gustan las casas antiguas y las calles con historia; elijo un recorrido para ir al trabajo porque pasa frente a una rosaleda... Por supuesto, no pretendo que lo que a mí me resulte estético a otros también. Es mi estética particular. La aprendí de mi padre.

Mi padre era una persona muy estética. Todo lo que hacía tenía un modo de ser hecho: estético. La majada de ovejas: la diseñó él, también la casa del pastor con su gloria, el chalé con su porche. Compró una finca mínima junto al río para que completara otra parcela que tenía ya y formara un rectángulo perfecto. Conducía un Mercedes, vestía chaquetas de tweed, sombreros de fieltro, trencas con botones de madera. No había ni una sola prenda gris en su vestuario, su ropa tenía una intención estética. Nuestra casa, que reformó y redecoró durante años: las escaleras de mármol valenciano, la barandilla de madera castellana, las vidrieras de García Zurdo. Sus perros que eran, cómo no, mastines leoneses. Hasta en su trabajo flotaba esa estética: trasladó de León a Hospital de Órbigo la sede del Sindicato Central de Regantes de Barrios de Luna porque le parecía más justo, ética y estéticamente –los regantes no vivían en la ciudad, si no en el campo– con la consiguiente polvareda de burócratas –también parte de su estética reivindicativa–. Hasta en su despacho del Ayuntamiento de Soto de la Vega reinaba la estética intelectual de un caos controlado de libros y papeles –no toques nada que yo sé dónde está todo–, y cada vez que iba a visitarlo me mostraba orgulloso la vista desde la ventana –se escucha el agua del canal, decía, y diviso el vuelo del martín pescador–.

Hasta sus amistades: siempre personalidades muy especiales, arrasadoras, originales.

Hasta sus enemigos. Hasta sus traidores. Cuando dos personas a las que ayudó en sus carreras laborales, lo traicionaron, lo que más le dolió no fue la maldad gratuita, fue la cuestión estética: era feo, monstruoso, una deformidad; no encajaba en sus moldes éticos ni estéticos.

Últimamente me descubro mezclando ética y estética: no entiendo la una sin la otra. Le doy la razón a Wittgenstein. Y le doy la razón a mi padre.
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