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Una deriva peligrosa

02/03/2020
 Actualizado a 02/03/2020
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No es un tema menor, desde luego, ni debe tomarse a la ligera, pero permítanme que haya encontrado cierta lógica en los memes y artículos irónicos (incluso paródicos) que se han expandido, sí, a gran velocidad, sobre la histeria mediática que se ha desatado en torno a la epidemia de coronavirus que últimamente nos afecta. No tener información es muy mala cosa, pero la sobredosis de ella, es decir, el uso indiscriminado de todo tipo de fuentes, incluyendo rumores de aquí y de allá, puede ser a veces mucho peor.

Está claro que es un mal de nuestro tiempo. Cualquier asunto se viraliza, como se dice ahora (y nunca mejor dicho) en el espectro mediático, sobre todo si se trata de algo que pueda producir alarma, tensión o miedo. No digo, líbreme Dios, que este asunto deba ser ignorado. Faltaría más. Pero me llama poderosamente la atención esa tendencia apocalíptica que cada vez nos acompaña más, no sólo en este tema, sino prácticamente en todos. Se escuchan tales cosas (y se leen también, de vez en cuando) que te preguntas si nos hemos vuelto tontos de repente, dicho sea sin ofender, si hemos perdido todo espíritu crítico, si la simplificación que algunos predican ha empezado a hacer ya su efecto, contagiándonos irremediablemente a todos.

Siempre se ha dicho, es cierto, que las malas noticias parecen más noticias que las buenas, pero pensé, en mi inocencia, que se trataba de algo ya superado. Si uno escucha algunas tertulias televisivas, o esos debates surrealistas de la telerrealidad, observará que sólo aquello que destila algo inconfortable, algo negativo o preocupante, algo, por supuesto, morboso, parece gozar de minutos, por no hablar de la intensidad que le ponen algunos justo a los aspectos más truculentos, quizás pensando que la audiencia no va a mover un dedo por algo positivo (¡vaya aburrimiento!) y que, ahí está el peligro, sí que lo moverá para buscar otro canal donde pueda hallar la dosis suficiente de malestar, enfado, desazón, irritabilidad, tensión y morbo.

¿Estamos enganchados a la negatividad? ¿No podemos vivir sin la dosis adecuada de malestar y tensión? Quizás eso es lo que nos ocurre. Para mantenernos en la pomada informativa tenemos que sentir esa presión de lo cotidiano, esos golpes de angustia súbita que proporcionan los rutilantes rótulos televisivos de ‘breaking news’, y todo lo que esté por debajo de eso ya no merece la pena. Incluso sentirse bien de pronto, admitir que tenemos un rato de placidez y tranquilidad, que nada nos amarga el día, que llevamos varios minutos sin pensar mal de nadie, va a terminar provocando en nosotros un sentimiento de culpa. «No es posible que no esté alterado, sin duda me estoy perdiendo algo», pensaremos en la intimidad.

Quizás tenga que ver con las redes sociales, pero no solamente. La diseminación del malestar parece responder a una consigna, no diré a una conspiración, quizás a una nueva forma de mantenernos entretenidos y, si es posible, enzarzados en discusiones bizantinas. Casi parece algo masoquista. Para ello es necesario mantener el tono justo de simpleza, no profundizar jamás en nada. Y defender siempre la opinión propia, se tenga conocimiento o no de lo que se habla. Porque nosotros lo valemos. No es de extrañar que el humor y la imaginación empiecen a ser considerados como altamente sospechosos, porque tienen la extraña costumbre de volar con libertad. Ahora la imaginación se prefiere como un instrumento para corregir la realidad, para adecuarla a ciertos parámetros, produciendo verdades que, una vez solidificadas mediáticamente, sean tenidas por verdades absolutas que nadie con dos dedos de frente se atreverá a negar.

Hay una sobredosis de realidad, pero no necesariamente de la realidad real, sino de aquella que se tunea y se prepara para ser consumida masivamente. La tecnología nos acerca al conocimiento absoluto, nos promete sabiduría e inmediatez, pero, paradójicamente, o quizás a causa de esa inmediatez y esa facilidad, el saber se desprecia y se sustituye por la verdad que flota en el aire, por la representación de la realidad que otros crean, ahorrándonos (con toda intención) el oneroso trabajo de pensar. Es en este punto cuando entramos en una deriva peligrosa. La inquietud constante del ciudadano, la tensión de unos contra otros, la siembra del miedo, se vienen utilizando como armas de control, como instrumentos de dominio y coerción, en suma, como herramientas autoritarias convenientemente disfrazadas para que no chirríen demasiado.

La sociedad perpleja no logra establecer sus propios intereses, sino que tiene que acudir a un catálogo de insatisfacciones y a unos fragmentos de apocalipsis que se exhiben mediáticamente, según la temporada. Ni la realidad conocida representa la realidad real ni la tensión social se parece a toda la sociedad, parte de la cual se resiste a entrar en el vértigo que le viene dado. Poco a poco hay más deserciones, porque la tensión provoca cansancio. No siempre se puede seguir ese ritmo agitado y convulso al que por lo visto nos invitan. Los ciudadanos se preguntan si no tienen derecho a un poco de calma, por mucho que los guiones globales demanden ese gusto por el suspense permanente, por el temor como una forma de vida. La sociedad perpleja descubre entonces que su mensaje está siendo sustituido (o secuestrado) por eslóganes prefabricados, y por esa tendencia inexplicable de la clase política que se cree en el derecho de reñir y dar lecciones de todo tipo a la ciudadanía. La gran impostura del mundo contemporáneo consiste en globalizar un modelo de realidad, construido mediáticamente, que gran parte de la sociedad no puede asumir.

Lo del coronavirus es sólo un ejemplo de cómo nos hemos enganchado al vértigo. Necesitamos, al parecer, nuestra dosis cotidiana de estrés informativo, paralelo al estrés vital. Frente a las muchas páginas dedicadas a la información sensata, desde el primer momento hemos vivido minuto a minuto bajo esa etiqueta persistente, agobiante, de ‘el coronavirus, en directo’. Tenemos medios para estar en todas partes, y hay cientos de corresponsales apostados en las puertas de hospitales, o haciendo entrevistas en los aeropuertos. Un contador va mostrando de forma implacable el número de contagios, segundo a segundo, en todo el mundo. Una vez más, el relato se ha desbordado, de tal forma que la información más comedida y veraz se ha visto superada. Una encuesta mostraba ayer que, sin embargo, la alarma real no es comparable a la que parece sugerir tanta tensión mediática. El contagio del miedo y de la desinformación sí que produce daños irreparables.
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