01/05/2019
 Actualizado a 18/09/2019
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Los resultados electorales ahí están. Permitirán a Pedro Sánchez formar gobierno y proseguir con su descarado oportunismo, ejemplo de lo más abyecto de la política. De nada sirven los lamentos. Pero otra cosa es el análisis de la realidad, la interpretación de los hechos. Ahí es donde debe imponerse la racionalidad. Pasar de la superficialidad y emocionalidad de las primeras reacciones a la comprensión de los fenómenos ocultos. Centrar la atención sobre los problemas decisivos, el movimiento de placas tectónicas, las grietas, las anomalías que amenazan al propio sistema democrático.

Empecemos por los números. En términos de derecha e izquierda, apenas existe una diferencia significativa de votos a favor de la derecha, lo que, sin embargo, se traduce en un decisivo menor número de escaños, hasta el punto de anular en la práctica su capacidad de oposición. Entre los más de 155.000 votos que ha necesitado Cayetana Álvarez de Toledo para lograr su escaño en Barcelona y la media de 60.000 que le ha costado al PSOE un escaño (y poco más a Esquerra Republicana), hay demasiados votos. Que el voto esté territorialmente tan condicionado, invalida el principio democrático básico de la igualdad política de los ciudadanos.

La segunda grieta, además de esta distorsión del voto territorial, es la presencia en el Congreso y el Senado de partidos contrarios al propio orden constitucional que les permite existir. Es una anomalía democrática que hayan llegado al Parlamento nacional 32 diputados cuya labor principal será la de socavar el actual orden constitucional. Si a estos asaltantes unimos los 42 de Podemos y la mitad del PSOE, se comprenderá cómo el propio edificio democrático está profundamente resquebrajado. Así que pasemos de la aritmética parlamentaria a la geometría o arquitectura constitucional, porque lo que falla no es circunstancial, sino que afecta a la estructura misma de nuestra convivencia.

Es urgente una reforma de la Ley electoral, por un lado, que establezca la circunscripción única con una leve corrección de proporcionalidad territorial, y, por otro, la ilegalización (reforma, limitación o supresión) de los partidos abiertamente anticonstitucionales como hoy lo son, de hecho y de propósito, ERC, JxCAT, la CUP, Bildu, PNV o el BNG. Es preciso acabar con el suicidio democrático que supone el permitir que el dinero de todos vaya directamente a financiar la segregación y el desmoronamiento de la Nación y el Estado que la sostiene.

Hablamos de una democracia débil, que permite la erosión de sus cimientos, que es incapaz de defender y proteger su propia existencia, imponer límites claros a la labor autodestructiva de quienes aprovechan las actuales grietas democráticas para desvirtuar el sentido mismo de la democracia. Un cuerpo débil no resiste a la enfermedad. Por más que la mitad de españoles no quiera reconocerlo (quizás por miedo, comodidad o ignorancia), el cáncer separatista ya ha iniciado su metástasis. El resultado electoral no es más que otro síntoma de nuestra debilidad estructural.

Una democracia fuerte y resistente partiría del hecho de que en nuestra sociedad existe un equilibrio entre derecha a izquierda, algo que, lejos de ser un problema, debiera ser considerado como algo valioso y positivo. Esto supondría entender la política como el ejercicio de la racionalidad, medida de acuerdo con el principio objetivo del bien y el interés común.

Derecha e izquierda no son, en realidad, más que opciones políticas que defienden ideas distintas sobre el mejor modo de definir y defender el bien común. La perversión de la política empieza cuando no se distinguen ideas e ideología. La ideología convierte a las ideas en dogmas y a sus defensores en creyentes fanáticos y sectarios. Derecha e izquierda se conciben como antagónicas e irreconciliables, no como complementarias.

Pero hoy la izquierda es rabiosamente sectaria, fanática y revanchista. Pretende gobernar demagógicamente a favor de media España, pero en contra de la otra. En su arrogancia, lejos decorregir nuestra debilidad democrática, va a realizar la tarea sucia y preparar el camino a los independentistas. Quizás sea un paso necesario para que la mayoría de españoles se preocupe de verdad por la enfermedad democrática que hoy nos impide avanzar, absorbidas la mayor parte de nuestras energías en luchar contra las imposiciones nacionalistas.

Necesitamos otra izquierda, pero también que la derecha descubra su propia enfermedad, porque ella misma ha estado (y está todavía) contaminada por el mismo virus disgregador, contemporizador y claudicante, del que pretende liberarse ahora bruscamente recreando viejos dogmas, en lugar de afianzar nuestra democracia en la más exigente racionalidad autodefensiva.
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