Una contaminación con patente de corso

César Pastor Diez
22/03/2019
 Actualizado a 14/09/2019
Se habla con frecuencia de la contaminación que producen los automóviles y las motos, hasta el punto de que en algunas ciudades, como Madrid, ya se han introducido medidas restrictivas para la circulación de coches y motos por sus calles y alrededores. Y es verdad que los coches y las motos contaminan. Recientemente se ha determinado que los vehículos movidos por gasolina y gasóleo sean sustituidos por coches eléctricos en el plazo de veinte años. Pero en el cómputo global de la contaminación atmosférica, la de los coches representa sólo una parte, y no la más importante. Los coches son la cabeza de turco. La parte del león se la llevan las industrias contaminantes y el tráfico aéreo; éste último tiene patente de corso y nadie le pone cortapisas. Y no hablo de las radiaciones atómicas porque eso ya son crímenes de lesa humanidad sin paliativos, que se cometen tanto en el mundo capitalista como en el comunista (a recordar Harrisburg y Chernóbil).

Miles de aviones de pasajeros y de guerra surcan a todas horas del día y de la noche los cielos del planeta, quemando queroseno (producto intermedio entre gasolina y gasóleo) y lanzando a la atmósfera ingentes cantidades de gases tóxicos, tales como dióxido de azufre y monóxido de carbono, que no se eliminan por completo a pesar de los convertidores catalíticos y otros sistemas correctores introducidos, sino que una parte de aquellos gases va quedando en suspensión en las capas atmosféricas, que se cargan de contaminación no sólo química sino también calórica, hasta que finalmente caen a la tierra en forma de lluvia ácida, provocando graves deterioros en el medio ambiente; y de ahí procede en gran parte el cambio climático a nivel mundial. Ya han comenzado a derretirse los hielos polares y centenares de islas y costas bajas están condenadas a desaparecer bajo las aguas del mar en un futuro próximo. Algunos expertos en el tema ya han dicho que las nieves del Kilimanjaro (tan caras a Hemingway) desaparecerán dentro de pocos años a causa del incremento térmico de la atmósfera.

A todo esto se une la contaminación acústica que ya padecen hace años las poblaciones cercanas a los aeropuertos, soportando los brutales estruendos producidos por los aviones al despegar y al aterrizar. Y no está previsto que en 25 años todos los aviones deban funcionar con motores eléctricos.

Pero de la contaminación generada por el tráfico aéreo nadie dice ni pío. Existen descomunales intereses financieros, castrenses e incluso turísticos que impiden hablar de ello y denunciarlo abiertamente. Por el contrario, con frecuencia nos percatamos del interés de ciertas ciudades por abrir nuevos aeropuertos o ampliar los existentes. Es un gravísimo problema que tal vez quite el sueño dogmático a algunos científicos y moralistas, pero no a los políticos ni a los militares, que son, a fin de cuentas, quienes en nuestro tiempo manejan la mugrienta tramoya del gran teatro del mundo. Y mientras tanto, el medio ambiente en que vive la humanidad se parece cada vez más a una inmunda cloaca.

Cada día, a través de la televisión, la radio y la prensa escrita se nos piden donativos para paliar el hambre y mitigar las enfermedades de los niños del tercer mundo. Pero no se tiene en cuenta que esos mismos niños, si llegan a la edad adulta, tendrán que enfrentarse al más terrible problema de la contaminación mundial, que avanza en progresión geométrica. A los niños, en vez de hablarles de política en las escuelas habría que hablarles sobre la atmósfera envenenada que vamos a dejarles en herencia.

Es evidente que sobre este tema no se quejan los políticos de izquierdas ni de derechas, ni moderados ni radicales, ni ‘verdes’ ni azules ni amarillos. Todos ellos viven felizmente instalados en un cómodo y productivo silencio y soportando y haciéndonos soportar estoicamente ese castigo letal que el ser humano se ha impuesto a sí mismo. Tal vez algunos creyentes piensen que se trata de un castigo divino por haber destruido la obra del Creador.

¿Y por qué se callan? Sencillamente porque a la generación que pacemos y yacemos actualmente en este pícaro mundo sólo nos rozará de un modo tangencial la pandemia del veneno atmosférico y del cambio climático. Pero tal vez nuestros nietos o biznietos nos maldigan por haberles dejado en herencia un hábitat esquilmado, putrefacto e inhabitable. En algunos lugares del planeta ya se ven muchas personas que circulan por las calles con mascarillas antigases. Si nuestros antepasados hubiesen tratado el medio ambiente como lo hacemos nosotros, ya hace décadas, tal vez siglos, que nuestro planeta habría muerto por consunción y todos los actuales habitantes del mundo ni siquiera habríamos nacido. ¿Es que los mandamases actuales no piensan en sus hijos o en sus nietos? ¿Hasta ahí les lleva su egoísmo personal?

Se me dirá que contra este problema no hay solución. ¡Sí que la hay, y todo el mundo la conoce! Pero hablar de esa solución es como predicar en el desierto, y por eso nadie la menciona. Habría que dar un giro espectacular en el comportamiento humano y volver a una sociedad universal más sedentaria, cosa a la que nadie estaría dispuesto a someterse.

Recuerdo que en mi juventud se nos hablaba mucho sobre el fantasma de Malthus, o sea el malthusianismo, basado en la estadística de que la producción de alimentos crecía en proporción aritmética, mientras la población humana lo hacía en progresión geométrica, por lo que llegarían tiempos de terribles hambrunas que aniquilarían a grandes multitudes de personas en todo el mundo.

Sin embargo el malthusianismo ha sido arrumbado gracias a los avances de la ciencia y de la técnica. Hoy día la ciencia está en condiciones de producir alimentos para todos los habitantes de la Tierra, y si existen grandes áreas geográficas donde la gente pasa hambre, es porque en otras latitudes la avaricia y el egoísmo destruyen ingentes cantidades de alimentos para evitar que bajen los precios de sus productos. Y recuerdo con horror las noticias de cuando se quemaban cosechas enteras de productos agrícolas o se lanzaban al mar toneladas de pescado para evitar que sus capturas bajasen de precio en los mercados.

Pues bien, la ciencia que está en condiciones de producir alimentos para todos los habitantes de la Tierra, está también en condiciones de destruir el mundo con los gases tóxicos liberados con sus inventos.
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