Una colección de arte para Marie

Finaliza el interrogatorio de Lavigne y Lecomte se reúne con Marie en Villafranca del Bierzo

Rubén G. Robles
10/09/2020
 Actualizado a 10/09/2020
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–Creíste que era fácil huir en una ciudad pequeña y pensaste que aquellos dos tipos eran sicarios que la Organización ponía a tu disposición para que trabajaras sin riesgos. Tu error fue dar por supuesto algunos elementos de la historia. No has preparado la huida, creyendo que aquellos dos hombres te sacarían de la ciudad y que la Organización te protegería, pero sucede que te han entregado ellos y además había un policía jubilado paseando a su perro.

Lavigne se giró para mirarle de frente.
–Sí, ¿a que parece mentira, a esas horas de la madrugada y paseando al perro? ¡Qué carajo!, ¡qué cosas trae la vida! Él es quien te ha seguido. Él dio la voz de alarma. Ahora se va a llevar la medalla y los honores que no se llevó en toda su puta vida.

Lavigne bajó la cabeza, suspiró  y volvió a subirla para encontrarse con el rostro del comisario, veía apagarse la luna a través de la ventana, una sombra blanca confundida con el fondo azulísimo del cielo de la espléndida mañana.
–Como ves aquí los jubilados no se andan con bromas. Te siguió durante una hora. Los tiene bien puestos el hijo puta. Estuvo repartiendo leña a los drogadictos y a los pequeños hampones de la ciudad dedicados a pequeños robos sin importancia y va ahora el muy cabrón y siguiendo a un tipo como tú va y se gana la medalla de oro de la ciudad, casi nada.
Lavigne siguió mirando por la ventana, como si oyera un ruido lejano. El comisario volvió a golpear con la misma rudeza y brutalidad sobre la pata de la silla. Esta vez pilló desprevenido a Lavigne que cayó y se golpeó con la esquina de la mesa la nariz. Sangraba en abundancia, quizás estuviese rota.

El agente ayudaba al comisario a incorporar de nuevo a Lavigne.
–Jaime, vete por un poco de agua.

Lavigne respiraba con cierta dificultad y sentía la sangre resbalar con lentitud, pero abundante, por el rostro.

Se escuchaba a los pájaros de la plaza cercana agitarse con estrépito en un griterío desmedido y nervioso. La mañana había hecho desaparecer la luna entre rejas, liberada en el cielo, parecía un velo de tela tenue y aún blanca.

El agente llegó con un balde de plástico y algo de agua.
–Tráele una toalla y quítale las esposas -se dirigía al agente que custodiaba la puerta.
–Estás hecho un asco –le dijo, como si hubiera sido un accidente y él estuviera ahí para ayudarle, el comisario le acercó la toalla que había traído el otro agente.
–Y ahora me lo cuentas todo otra vez, desde lo de Nigeria, ¿vale,? Te preparo un café que te deja nuevo. Jaime, prepara un par de cafés de la máquina del despacho de Carmen.
–¿La Nespresso? –le preguntó.
–Pues claro coño.
–Es que… -dijo el otro mirándole y pidiendo una respuesta.
–¿Qué pasa?
–Nada, nada.
–Tranquilo joder, ya lo sé, ya se lo digo yo después. Mañana la traigo  yo a la señorita una caja de cápsulas, no te preocupes.
Lavigne sonrió a pesar del dolor.
–Ya veo quién manda en la oficina.
–Pero, ¿a ti qué te pasa? Anda, límpiate la cara y cierra la boca, que te tiene más cuenta. Y venga, rapidito… empieza a largar que en dos horas empieza el partido y hay que llevarte al juez. Jaime, para mí me traes sacarina.

Jaime miraba hacia el interior de la sala de interrogatorio, a través de la puerta entreabierta, el físico del policía. Veía al comisario cómo se agarraba la tripa algo caída y se acariciaba los michelines.
–Es que soy algo bajo de tórax -parecía dirigirse a Lavigne. Y se reía.


Capítulo XXI
En los sótanos de la fortaleza
Villafranca del Bierzo
León
España



Jean Louis se despertó en la habitación del Hotel París de la ciudad de León que no había llegado a abandonar. Decidió no coger aquel taxi. Se instaló en el céntrico Hotel de la ciudad ubicado sobre las antiguas ruinas de un Palacio renacentista. Encendió su teléfono y llamó a Marie. Ella estaba en Villafranca.
–Sí, llegué ayer –dijo Marie.
–…
–Sí, lo sé, me dejó escrita una carta. Me dijo que sucedería ayer.
–…
–¿Y tú qué tal te encuentras? –le preguntó.
–…
–Lo siento, le prometí que no diría nada.
–…
–¿Podrás perdonarme? –preguntó a Jean Louis.
–…
–Gracias.
–…
–Y tú, ¿estás bien?

–¿Seguro? –insistió Marie.

–Te he echado de menos.
–…
–Me quedo aquí unos días, tengo que organizar una entrega.
–…
–Por supuesto. Puedes venir si lo deseas.
–…
–¿Sigues en León?
–…
–Perfecto. ¿Nos vemos en un par de horas?
–…
–Estaré dentro, creo que ya sabes cómo llegar. Hazme una llamada cuando llegues a Camponaraya.
–…
–Yo también. Te espero. Ciao.

Jean Louis alquiló un coche en la estación de tren de la ciudad. Salió hacia Astorga y se incorporó a la A-6 .

Marie le estaba esperando a la puerta principal de la fortaleza. Tenía aparcado un Alfa Romeo Giulietta rojo en el reducido parking que había frente al castillo de los marqueses de Villafranca. Ella llevaba un pañuelo de Hermes al cuello y una rosa azul en el bolso superior izquierdo de la chaqueta negra de Dior. Los tacones la hacían más esbelta y vestía unos pantalones azul oscuro. Parecía lucir discretamente de luto, o al menos, con cierta gravedad. Llevaba el pelo recogido y aunque estaba sin maquillar, lucía bella Marie.
–¿No has regresado a París? –preguntó al profesor
–Como puedes ver, no.
–A estas horas, según la carta de Christ, deberías estar en tu casa de rue du Temple –le indicó.
–Pues aquí me tienes.
–Le alegraría saber que se equivocaba. Que has comenzado a tomar decisiones y a vivir.
–Espero que tú también te alegres –el profesor se acercó a Marie.
–Yo quería que te quedaras.
–Me alegra oírte decir eso.

Se abrazaron y acercaron los labios. El sol dio a la escena la rúbrica de conformidad, tenía el azul y la luz de la revelación. La figura de ambos se recortaba en la severidad de la mampostería de la fortaleza, que asistía silenciosa a la escena llena de sensualidad. Se separaron, pero conservaban las manos acariciándose mientras se miraban.
–Ven, quiero enseñarte algo –dijo Marie.
–He estado toda la noche dando vueltas a cada palabra de la última conversación con Christ –dijo Jean Louis.
–¿Quieres hablar de ello, de la muerte de Christ?
–Fue como si estuviera asistiendo a la representación teatral de un drama con un desenlace terrible, esperado y voluntario, pero fatal.
–Así quería él que fuera. Ven.

Marie tiraba de él, que se sentía hipnotizado por la elegancia de ella, exhalando todos los aromas que pueden destilar la belleza y la juventud.

Bajaron las escaleras de la biblioteca. Al ver los objetos que aparecieron silenciosos y en la penumbra de la sala Jean Louis recordó la velada junto a Marita y Christ. Vio la elegancia de la chimenea apagada y le volvió a sorprender. Recuperó por unos instantes aquella original jornada, a Marita, a Christ, las atenciones de Juliana, la lectura del relato de Enrique Gil…

Cruzaron la biblioteca y llegaron a un cubículo, a una sala en mampostería bien escuadrada que albergaba en su interior, una estructura de cristal.
–Esta es nuestra ampolla de cristal, nuestra vasija de vidrio –dijo Marie a Jean Louis y él sonrió.

Era una especie de urna acondicionada, dotada de los mecanismos de control de temperatura, humedad y seguridad de una urna de conservación de objetos de gran valor. El tipo de luz era azulada y emitía una vibración apenas perceptible. Un universo de telas apareció ante los ojos de Jean Louis. Por las formas, los colores, los trazos, la tergiversación de los principios básicos de composición y la aparente transgresión de todas las leyes de la pintura, parecía el laboratorio pictórico del período europeo de entreguerras.
–Increíble.
–Has dicho lo mismo que he dicho yo cuando lo he visto esta mañana, justo antes de que me llamaras.

Cada una de las telas era un laboratorio de formas, de colores y de ideas.
–He consultado esta mañana en la página del Museo Victoria y Albert de Londres la Entartet Kunst List, la copia donada por la viuda del marchante Heinrich Fischer, del único catálogo que existe de todas las obras de arte destruidas y consideradas como arte degenerado por los nazis.
–¿Y…?
–Algunas de esas obras consideradas como destruidas están aquí.
–¿Y el catálogo dice de quién son esas obras?
–El catálogo dice que fueron adquiridas por Hildebrand Gurlitt, ¿te suena?
–Ya entiendo, el marchante de arte del nazismo junto al que trabajó Christ.
–Christ las adquirió de manos de Gurlitt que había prometido destruirlas, cosa que nunca llegó a hacer.
–Ya veo.
–Fíjate bien, no hay dos iguales en estilo, a todos ellos les une el espíritu rupturista.

Paseaba Marie elegante por la penumbra de la sala deteniéndose frente a las telas.
–Aquellos artistas se sometieron, en definitiva, a un mercado que obligaba al artista a la necesidad de ofrecer cada vez que concurría al escaparate de salones de artistas y exposiciones, la necesidad imperiosa de innovar, frente al riesgo de que si no lo hacía, quedaría fuera de la vertiginosa marcha de los gustos y el mercado.
–¿Sabes ya cuántos hay? -le preguntó Jean Louis.
–Aún no, pero he identificado algunos cuadros, uno de Munch y dos de Ensor, un Bernard y varios Toulouse-Lautrec, un paisaje de Mat Kisling y un retrato de Van Dongen, un bodegón de flores de Müller, un paisaje urbano de Pechstein, un lienzo con algunos animales de Franz Marc, dos piezas de Braque, un par de marinas, una  de Vlaminck y otra de Derain.
–¡Dios mío! –dijo Jean Louis.


En la última entrega el profesor francés se preguntará por qué escribir y por qué convertirse en escritor.
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