26/06/2016
 Actualizado a 19/09/2019
Guardar
Ahora que empezamos la Semana Grande de San Juan y San Pedro me ha venido a la cabeza aquel arranque veraniego de 1995 con la Selectividad recién aprobada y un horizonte de tres meses sin apenas obligaciones. Por esa época me había marcado tres objetivos antes de ingresar en la universidad una vez llegado el otoño: sacar el carnet de conducir, echarme novia y empezar a trabajar. El primer deseo no he podido cumplirlo ni dos décadas después. Explicar el motivo de esta rareza en el currículum daría para otra columna que no tardaré en publicar. El segundo hito tampoco lo culminé, aunque sí puedo asegurar que dediqué más tiempo a esta tarea que a la de empollar el código de circulación. El tercer objetivo, aunque solo durase tres días, lo superé con creces, muy por encima de mis expectativas iniciales. Javi, el dueño del Bar Madrid, ubicado en la calle de Cervantes, ofrecía ‘tajo’ en la recién estrenada Plaza de Toros, que abría de nuevo sus puertas tras un parón de varias temporadas. Animado por el anuncio, me presenté en el coso leonés hace ahora veintiún años, sin apenas experiencia como camarero y dispuesto a darlo todo con tal de pagarme unas rondas en ‘Porrones’ y la entrada a ‘Tropicana’. En el reparto previo de posiciones unos elegían vender cervezas y Coca-Colas, otros, helados, patatas fritas o pipas, los más listos calculaban las mejores zonas de sombra y un servidor observaba embelesado la arena de su primer ruedo. Cuando me quise dar cuenta apenas quedaban más plazas que cubrir y viéndome fuera del proceso de selección por idiota, levanté la mano sin pensarlo justo cuando subastaban un puesto para servir cubatas alrededor del callejón. Las instrucciones parecían fáciles de ejecutar: «Muerto el toro preguntas en cada burladero qué quieren beber, pasas por la barra que hay junto al desolladero y te llevas hielos, vasos y alcohol. Diles que no hay refrescos». El ritmo era frenético, pero como había una norma suprema que me obligaba a quedarme parado desde que salía el animal hasta que se empuñaba de nuevo la espada, pude disfrutar del evento hubiera o no cumplido con una comanda cada vez más abultada. Allí, bajo un sol de justicia, buscaba un hueco tras la madera para disfrutar de la tarde mientras chavalas como Beatriz Jarrín, envueltas en viejos mantones de Manila, preguntaban a sus madres qué hacía un gañán como yo entre concejales, empresarios, apoderados y un buen número de canallas oficiales. Cuando regresé a casa con un rabo de toro y mi primera paga en el bolsillo, recuerdo que me sentí un tipo feliz.
Lo más leído