Un romance veraniego

José Ignacio García comenta el libro de Mohamed El Morabet 'El invierno de los jilgueros'

José Ignacio García
03/09/2022
 Actualizado a 03/09/2022
El autor Mohamed El Morabet. | GALAXIA GUTEMBERG
El autor Mohamed El Morabet. | GALAXIA GUTEMBERG
‘El invierno de los jilgueros’
Mohamed El Morabet
Editorial Galaxia Gutemberg
Novela
288 páginas
20,50 euros
XV Premio Málaga de Novela

Lo reconozco, vengo de disfrutar un mes de agosto zángano de lecturas, más pendiente de poner sobre el papel las historias que asaltan mi cabeza que de escribir sobre los libros que otros han escrito. Ha sido agosto, además, un mes de reencuentros con amigos a los que solo el calendario veraniego pone a tiro de mis palabras.

Y al hilo de una conversación mantenida hace unos días con uno de esos amigos sempiternos, que quizás lo sigan siendo porque solo nos vemos de año en año, viene la primera reflexión que me ha surgido a raíz de la lectura de ‘El invierno de los jilgueros’, la apasionante y hermosísima novela de Mohamed El Morabet en la que los aromas, los efluvios, los perfumes, las esencias, desempeñan un papel capital.

Me contradecía mi amigo veraniego cuando hablábamos de la novela y le decía que el olor a pan recién hecho por Brahim, el protagonista, me recordaba al del pan que se cocía antaño en la panadería de mi pueblo; y el del té de su madre, al que hervía mi abuela en la lumbre baja cuando yo era muy pequeño y me lo endosaba sobrecargado de azúcar; y que incluso, cuando la lluvia caía sobre Alhucemas, me venía a la mente el recuerdo húmedo de los albañales que antaño corrían por las calles de mi pueblo.

Mi amigo porfiaba que los recuerdos alusivos a los aromas no existen, que son imposibles, que no son más que una idea que uno se hace en su cabeza y trata de reflotar a fuerza de espejismos y de imaginación.

Al final lo dejé por imposible. Pero sigo pensando que Mohamed El Morabet ha recobrado en mi memoria la fragancia de mis perfumes del ayer. Y por eso, entre otras cosas, le estoy agradecido.

Estoy harto de hablar en estas páginas del escepticismo que me producen los premios literarios de primera división. Por eso suelo ser reacio a la lectura de las novelas que se certifican con el prestigio comercial (y dudoso) de esos galardones. No es el caso de la novela que nos ocupa. Antes de que me entraran ganas de leerla, y de que me inundara esa tristeza indeleble que uno solo siente cuando una gran obra atisba su final, lectores que son más rigurosos que el juez más inapelable me habían recomendado encarecidamente que espantase los fantasmas del recelo y empezara a leer. Sin más.

Y así empezó un romance veraniego que ha durado todo el mes de agosto. Un amor como esos que muchos sentíamos cuando éramos adolescentes y que se eternizaban hasta que las vacaciones llegaban a su fin.

Me he leído ‘El invierno de los jilgueros’ a buchitos durante el mes que acaba de agonizar, paladeando cada sorbo, subrayando párrafos, remarcando frases, admirando la minuciosidad descriptiva del autor que, sin embargo, en ningún momento se hace pesada ni recarga ni entorpece la lectura. La prosa de El Morabet es, además, prodigiosa y envolvente, crea atmósferas en las que el calor, la humedad, la sequía del desierto, la brisa marina o el relente del amanecer se filtran en nuestra piel. Y sus diálogos son de lo mejor –y no exagero un ápice– que he leído en mucho tiempo. Sirva como muestra una conversación que mantienen el protagonista y Salmonete, su patrón, cuando un servidor, como lector, empieza a afligirse intuyendo la inminencia del desenlace. Esa exuberante esgrima verbal entre ambos manifiesta, también, la lucidez intelectual del escritor.

Una lucidez que se pone de manifiesto en el planteamiento de la novela, cimentada en sentimientos, emociones y recuerdos, y en la que la vida, la muerte, la soledad o la demencia juegan papeles estelares. El autor, como un malabarista avezado, los hace bailar utilizando unas veces a Brahim como narrador, otras veces le da el relevo a Olga –su profesora en la escuela de arte, en Tetuán– para que prosiga contando la historia en forma de diario; más tarde, es el propio Brahim el que retoma las riendas de la historia, y con ese trasiego que abonan los desengaños, la madurez y la experiencia aporta una visión más intimista a la novela, que concluye su alarde estructural con un desenlace epistolar que le abre un apetito voraz al lector, ansioso de saber si tras esa carta se escribirá un «continuará» en la relación que ambos mantuvieron en su momento y que las circunstancias y los convencionalismos de la época truncaron sin contemplaciones ni anestesias.

‘El invierno de los jilgueros’ incluye una sucesión de reiteraciones, de alegorías y de metáforas que cautivarán al lector. La importancia del alarde de alas que existen y lo que significan, la presencia del desierto como espacio misterioso que simboliza a la soledad, el silencio, la tristeza, la guerra, el miedo o la muerte. Y de fondo, siempre, como escenario reverencial y referencial, Alhucemas, esa ciudad joven, marítima y marinera que hace alucinar a Brahim y que atrae al lector como si protagonizara un catálogo turístico de una dimensión narrativa deslumbrante.

El amor es la espoleta que desencadena situaciones. El amor a la madre desaparecida antes de lo conveniente. El amor a Musa, el hermano que, hechizado por la querencia del desierto, los madrugones y el consumo excesivo de cigarrillos, se deja llevar por los brazos de la locura, al compás de las diferentes melodías que forman parte de la banda sonora de la novela y que unas veces lo convierten en bailarín y otras veces, armado de un bolígrafo Bic como batuta, lo encumbran como director de la orquesta. El amor a las vecinas y a los amigos, su relación de pertenencia. Y, por supuesto, el amor con Olga, idílico primero y luego carnal.

Pero, curiosamente, la delicadeza con que escribe Mohamed El Morabet, su sutileza, su guante de terciopelo que acaricia las palabras y las situaciones más conflictivas, hacen que el lector se apiade y se ponga de parte de los protagonistas cuando una sociedad conservadora los lapidaría por pederastas o por promiscuos o por practicar piadosas formas de eutanasia colindantes con la comisión de un crimen.

Asegura el autor en los flecos que deshilachan el final de la novela que Alhucemas es «una tierra excelente para morir». Es entonces cuando caigo en la cuenta de que he soltado esta reseña de un tirón, sin reproducir alguna de las numerosas frases que había subrayado, sin consultar una sola de las notas que había tomado durante todo el mes. Quizás sea porque no he perdido la forma durante las vacaciones o, sencillamente, porque cuando una novela resulta tan cautivadora, basta con soltar las compuertas de la emoción para que las sensaciones fluyan por si solas. Es lo que tienen esas novelas de las que uno se enamora en verano. Esas novelas que son excelentes para seguir viviendo.

José Ignacio García es escritor, crítico literario y coordinador del proyecto cultural ‘Contamos la Navidad’.
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