26/12/2019
 Actualizado a 26/12/2019
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Reconozco que dejé de creer en los reyes, también los que dan el mensaje ensayado de Nochebuena. Sin embargo, en esta España a la deriva uno acaba buscando desesperado algún mástil al que encaramarse. Y la monarquía se está evidenciando como un anacronismo imprescindible, como única brújula con norte, como la institución fiable al margen de las arenas movedizas de la política. Felipe VI volvió a defender la Constitución y a recordar que cualquier ‘entendimiento’ entre partidos debe caber dentro de ella como marco de convivencia entre españoles. Resulta necesario subrayar lo evidente.

Los confidenciales dicen que el rey está inquieto. Otra evidencia. Este diciembre, como ocurrió en julio y en abril, la gobernabilidad recae en un partido republicano empeñado en la independencia de una autonomía española. La coalición del abrazo también la integra un Podemos que cuestiona nuestra monarquía parlamentaria. Que haya Gobierno depende de un político encarcelado por sedición que aventura un nuevo referéndum ilegal como peaje. Lo extraño es que duerma tranquilo como (de repente) Sánchez. Aun así, el rey sereno proclama que nuestra Carta Magna «ya reconoce la diversidad territorial que nos define».

El independentismo me ha vuelto monárquico como a otros los ha lanzado a los peligrosos brazos de Vox. Porque como dijo Adenauer «la política es demasiado seria como para dejarla (solo) en manos de los políticos». Por eso quizá la monarquía sea un inesperado salvavidas ante la incapacidad decepcionante de toda una generación política. Piensen en La Zarzuela en funciones o incumpliendo promesas electorales. Aunque heredado es el acantilado sobre el que rompen las olas del populismo, los sectarismos y del progresismo de coartada. Que un rey, guardián de la tradición de siglos y pieza inalterable a través de la Historia, apremie a que «España no puede quedarse inmóvil» es la mayor señal de alarma de la situación crítica que atraviesa nuestro país.
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